El futuro pasado

Hemos esperado grandes cosas de esa promesa, pero no ha habido nada. Incluso me atrevo a afirmar que tantos sensores desplegados le han quitado sensibilidad a la ciudad

Portada de la revista Galaxy. Años 50.

Santander, ciudad leal y vanguardista, es parte de la Red de Ciudades Inteligentes. En su día, allá por 2011, la cosa tuvo mucho ruido mediático que llegó al clímax hacia 2014, cuando se dio por creada la infraestructura cuyas ventajas no hemos notado la mayoría de los habitantes.

Lo de Smart City está mutando a toda velocidad de concepto emergente a obsoleto. Ya es casi parte del futuro pasado -los Moody Blues me perdonen- de una ciudad empeñada en vaciarse en más de un sentido. Si extraemos la propaganda, la prometida aplicación de tecnología avanzada al funcionamiento de los servicios urbanos es una estructura de más de 20.000 sensores cuyo uso no pasa de anecdótico. Las farragosas explicaciones municipales afirman el reconocimiento en los foros del autobombo, pero los logros de la ciudad imaginada no parecen afectar la vida de los habitantes reales. Los hay de dudosa relevancia (podemos saber si en una zona hay alguna plaza de aparcamiento libre, pero no dónde está ni si seguirá igual cuando la encontremos) y alguna apuesta espectacular ha resultado un fiasco, como la medición y coordinación de la recogida de basura, que desapareció de las obligaciones del adjudicatario. Creo que el asunto está en el nivel de los superpuertos sin atracadores millonarios caídos del cielo o los parques industriales sin industria.

La tecnología aplicada a la vida urbana sirve tanto para que los automovilistas aflojen unos 12 euros cada vez que se asoman por Londres como para pagar peajes más baratos en Ámsterdam si se toman vías alternativas o calcular el impacto ambiental de cada kilo de residuos. O para ver las calles recién maquilladas de flores y pasado glorioso cuando acaban de despertar del botellón. O para que las grandes superficies y e-comercios le aburran con mensajes si pasa con el móvil geolocalizado por donde igual usted no quería que se supiera, lo cual será culpa suya por estar en la zona de peligro, ahí, justo al lado tonto de la grieta tecnológica, cerca de los que sólo saben usar el aparato para hablar mal de los que llegan en patera y ¡tienen teléfono! y ¡quieren televisores!, como si hubieran descubierto que aquí no se puede vivir sin esas cosas…

Los propios apóstoles del concepto y sus voceros (precarizadores de periodistas que sufren la especialización en innovaciones y palabras devoradoras de matices), dicen que se encuentra en permanente revisión, algo que debimos sospechar en cuanto supimos que se entrevera con la mercadotecnia sin solución de continuidad, forma parte de burbujas de todos los colores y, a veces, muchas, usa la demagogia de supuestas políticas de desarrollo que, como los monocultivos o la beneficencia, llevan años salvando al mundo del hambre, la guerra y la peste.

En su día, el señor De la Serna usó con orgullo la expresión ‘laboratorio urbano’ para definir el proyecto, y prometió dotar a Santander de un cerebro que gobernaría para el bien común todos esos tentáculos, ojos y rastreadores. Y nadie se sintió conejillo de indias. Sospecho que la inmensa mayoría de la población asumió sin problemas que todo laboratorio es bueno y que los experimentos erróneos producen superhéroes que corrigen los desastres. Hemos esperado grandes cosas de esa promesa, aunque algunos nos hubiéramos conformado con poder acceder sin complejos a algún disparate ciberpunk. Pero no ha habido nada: esto es muy aburrido.

Incluso me atrevo a afirmar que tantos sensores desplegados le han quitado sensibilidad a la ciudad. Ya: ya sé que nunca tuvo mucha, pese a la abundancia de galas florales. Pero quizá tengamos que empezar a pensar que se ha producido alguna forma de abducción. Sólo falta que algún humano abuse del concepto de rentabilidad en la programación de los ordenadores para que éstos se pongan a eliminar todo lo prescindible. Por ejemplo, los barrios humildes. Me dan ganas de pensar que el cerebro se puso en marcha en secreto, salió entre torpe y malo, y ha empezado la tarea organizando el falso metro.

Nota.- Mientras las nuevas tendencias en espejismos vienen con drones y largas panorámicas con fondos azul pádel, el sitio web de la página de ciudades inteligentes está tan atrasado como la idea oficial del progreso. Incluso figura todavía como alcalde el arriba mencionado. Pongo unos enlaces que considero dignos de visita:

http://santander.es/servicios-ciudadano/areas-tematicas/innovacion/santander-smart-city-%28ciudad-inteligente%29

http://www.smartsantander.eu/

Wikipedia: Redes_de_sensores_para_las_ciudades_inteligentes

http://www.redciudadesinteligentes.es/index.php/municipios/ciudades/61-santander

https://www.santandercitybrain.com/

https://blogthinkbig.com/smartsantander

https://www.innovaspain.com/santander-modelo-smart-city/

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Ómnibus

Pese a la etimología de la palabra (‘ómnibus’ significa ‘para todos’), es evidente que los usuarios de transportes colectivos sufren un desprecio histórico sólo comparable al de los puros peatones.

Inundación (1923)

–¿A dónde vamos?

–No hay manera de saberlo. El conductor está loco.

–¿Entonces?

–No se sabe nunca cómo va a acabar. Nadie sube en este vehículo habitualmente. Por cierto, ¿cómo ha subido usted?

–Como todo el mundo. ¿Qué es lo que le ha vuelto loco?

–No lo sé. Encuentro conductores locos por todas partes. ¿No le parece gracioso?

–¡Demonios, no!

–Es la empresa. En la empresa, están todos locos.

(Boris Vian. El otoño en Pekín, 1947).

***

-La señora alcaldesa podría…

-La señora alcaldesa nos ha…

-La señora alcaldesa…

En la hora punta, se añade el tratamiento formal porque la ironía ha calado en las paradas como el agua por carencia de mamparas. ¿Sueña la alcaldesa que le han vendido una moto averiada, una solución inconsistente, un modelo de transporte que sólo empeora lo que no puede funcionar en una ciudad dominada por los vehículos individuales? ¿O ya lo sabía en las vigilias de la planificación?

***

Hace 45 años que André Gorz publicó ‘La ideología social del coche’, un artículo tan denso como breve sobre la sociedad que ha entronizado el automóvil. Desde entonces, ese texto sobre la contradicción que supone la conversión de un objeto de lujo en producto para masas muestra el callejón sin salida del atasco capitalista y consumista y es la rotonda fundamental de las pesadillas y el espectro de los urbanistas avestruces:

A diferencia de la aspiradora, la telefonía sin cables o la bicicleta, que conservan todo su valor de uso cuando todo el mundo dispone de ellos, el auto, como las mansiones en la costa, sólo tiene interés y ventajas cuando la masa no lo posee. Porque el coche, tanto por su concepción como por su destino original, es un bien de lujo. Y el lujo, por esencia, no se democratiza: si todo el mundo accede al lujo, nadie saca ventajas; al contrario, todo el mundo avasalla, frustra y despoja a los demás y es avasallado, frustrado y despojado por ellos.

El autobús MetroTUS santanderino -lo llaman MetroPUS- obedece a una omisión radical y clasista: pese a la etimología de la palabra (‘ómnibus’ significa ‘para todos’), es evidente que los usuarios de transportes colectivos sufren un desprecio histórico sólo comparable al padecido por los puros peatones.

En los últimos años, las evidencias de que la sociedad urbana del automóvil es insostenible han obligado a muchas ciudades a eliminar áreas de tráfico e impulsar el transporte colectivo, pero todo parece indicar que aquí sólo se hace por interés turístico, especulativo o de infraestructuras privatizadas cuyos concesionarios marcan los tiempos. La contradicción del lujo barato es tan fuerte que promete restar votos si no se da solución a la masa de máquinas celulares, aburridas y ruidosas que se embute en la urbe casi monotrema. Y está muy claro que los poderes ni saben ni quieren darla porque son incapaces de planificar algo diferente al beneficio inmediato y cuanto menos común, mejor. Su política -es decir, su economía- tiene muy poco de ómnibus.

No sé que razonamientos, si los hay, e intereses (ya irán apareciendo) han llevado al Ayuntamiento y sus tecnócratas a apartar del centro los autobuses de largo recorrido, los más necesarios, con cambios y fusiones que recuerdan aquel autobús de normas delirantes que tanto le costó tomar a Amadis Dudu en la novela de Boris Vian y que, en manos de un conductor de demencia inevitable, llegó a un desierto superpoblado por el arte de la ficción, o sea, como hizo el abatido PGOU con el Santander futuro.

Como respuesta a las quejas, la primera reacción de la fachada municipal, acostumbrada a recibir por detrás los días de sur o cuando considere oportuno, es proclamar que el que no tiene movilidad es porque no la necesita y, si se queja, es porque no se adapta o no entiende el galimatías desinfográfico. Sin embargo, han bastado unas mínimas movilizaciones para que empiecen a poner unos parches que sólo sirven para resaltar la envergadura del fracaso. Espero que la sociedad civil no acepte el juego de tahúres y contradiga la propaganda de las pantallas que contaminan los propios autobuses.

***

Otra vez Gorz:

Un coche familiar, lo mismo que una casa con playa privada, ¿no ocupa un espacio extraño? ¿No está expoliando a los otros usuarios la calzada (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías y autobuses)? Sin embargo, abundan los demagogos que que afirman que cada familia tiene derecho por lo menos a un automóvil, y que corresponde al estado garantizar que cada uno pueda aparcar cómodamente y rodar a 150 km/h por las carreteras. La monstruosidad de esta demagogia resulta evidente. (…) ¿Por qué, a diferencia de otros bienes “exclusivos” no se reconoce al coche como un lujo antisocial? Hay que buscar la respuesta en dos aspectos:

1: El automovilismo de masas materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa en la práctica cotidiana: funda y mantiene en cada uno la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer sobre los demás y a sus expensas. (…)

2: El automóvil ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha sido desvalorizado por su propia difusión. Pero la desvalorización práctica no ha supuesto su desvalorización ideológica: el mito del atractivo y los beneficios del coche persiste mientras los transportes colectivos, si fueran generalizados, demostrarían una superioridad impactante.

Artículo publicado en

logo_eldiarioescan

Oblación para una oblata

Ese edificio es la sombra de la sombra de un fantasma familiar protagonista de un episodio común y corriente en la historia de la dominación de género.

Iglesia de la desaparecida parroquia de san Pablo, antigua capilla de las Oblatas | RPLl

Iglesia de la desaparecida parroquia de san Pablo, antigua capilla de las Oblatas | RPLl

Volví a pasar hace poco por la calle del Monte y, una vez más, me paré ante la fachada de la iglesia de san Pablo, que fue capilla del convento de las oblatas hasta que lo derribaron para construir viviendas. El templo fue indultado y convertido en sede parroquial, pero quedó sin uso y sufrió oficial execración cuando la comunidad de vecinos, que había comprado a las monjas propietarias todo el terreno, denunció al obispado por intentar venderlo como si fuera suyo.

Para mí, ese edificio amostazado es la sombra de la sombra de un fantasma familiar protagonista de un episodio común y corriente en la historia de la dominación de género y, por ello, en peligro de unirse a los tópicos y caer en la inutilidad del olvido de tantas redenciones sin reparación que, sin embargo, nunca serán suficientemente narradas, porque cada una es diferente por mucho que se parezcan y cada diferencia vale el aliento de una persona.

En el convento de las Oblatas del Santísimo Redentor, reconocido como lugar de recogida de mujeres consideradas descarriadas, díscolas, rebeldes, delincuentes o prostitutas, estuvo encerrada, desde los diecisiete años hasta su fallecimiento, una pariente lejana obligada a renunciar a todo porque se había quedado embarazada de un minero no sé si seductor o violador: entonces esos términos no formaban parte de discusión alguna. ‘Oblata’ designa a la que renuncia o se entrega o se ofrece en sacrificio; pero la gramática del poder es muy flexible consigo misma; la voluntariedad es prescindible y la doctrina del prejuicio es de amplio espectro semántico.

Aquella prima enésima, cuyo nombre se borró a fuerza de reemplazarlo en las conversaciones por el de la orden, procedía de un pueblo castellano donde había ovejas, trigo y minas de carbón. Estuve allí algunas veces, de muy niño, visitando a la rama más peregrina de una tribu que ha arrastrado desarraigo de extremo a extremo de la vertiente atlántica sin desdeñar los mares interiores. Eso, por lo menos, enriquece los relatos. Es probable que viera, mientras paseaba entre los cerdos, rebaños de ovejas manchadas de polvo de hulla, pero, por supuesto, nunca fui consciente de las semejanzas entre los marineros y los mineros itinerantes.

Cuando se agotó el carbón, quedaron decenas de silicóticos y carteles que anunciaban peligros de derrumbamientos. Ahora es zona residencial para los hijos de los que supieron emigrar a tiempo. En invierno, es difícil considerarlo habitado aunque haya figuras en el paisaje. En verano, el sol es injusto y predomina el ruido de piscinas.

Decían que, tras gestiones en el obispado (tenemos por lo menos un beato en la familia), el padre de la adolescente, el párroco y el alcalde (nótese la vieja guardia masculina) trajeron a la prisionera en un tren barbitúrico que salió de madrugada y llegó al anochecer. Las influencias debieron de evitarle los peores tratos. En los años de mi torpe referencia, vivía como una monja olvidada en su celda. No hubo noticia de su fallecimiento; sólo la intuición ocasional de que ya tenía que haber ocurrido.

Según mis cálculos, mi pariente debió de inaugurar el edificio del convento y apenas asistir desde una impasibilidad resignada -lo que merece más que nada el nombre de profunda tristeza- a las lentas mutaciones del mundo y a la brutal irrupción de las presas políticas del franquismo, que vinieron a afianzar los recogimientos despiadados cuando parecía que todo iba a mudar por otro lado. No podemos saber si hizo algún efecto en su desesperanza el espejismo republicano. Lo más sencillo es pensar que, para entonces, el miedo ya había hecho su trabajo. El convento fue cárcel sin tapujos hasta mediados de los años cincuenta.

Me pregunto si la entregada sabía de qué se la protegía y de qué se estaba arrepintiendo mientras pasaba los nueve meses de embarazo culpable. Quizá más tarde, liberadas las conciencias exteriores de su carga, comprendió algo más del mundo primitivo y disciplinado en que se le recordaba constantemente que su vida era un producto del mismo pecado que había enviado un huérfano al mundo prohibido para ella.

La recuerdo (pero insisto en no estar seguro; yo era muy pequeño; puede ser un recuerdo inducido por los de otros) como una mujer obesa, ya muy mayor, sentada en una silla entre una cómoda y una cama, un crucifijo en la pared y la luz de un ventano insuficiente para que la recluida bordara en un bastidor ya detenido en una puntada-instante de una flor de santidad y colgado de un clavo como otra renuncia más. En mi memoria, la mujer siempre está callada, pero tengo más certeza del silencio de las hojas caídas en la cuesta y empapadas por la lluvia algún otoño que me llevaron a visitarla.

Me acuerdo mejor de E., del mismo pueblo y parentesco, pero mucho más joven, que había emigrado a París avisando en casa que se iba trabajar a las minas de León. Vivía en Pigalle y venía por aquí cada cuatro o cinco años, para ver el mar antes de sumergirse en el páramo de sus orígenes. Vestía pantalones campana, camisas de grandes solapas equiláteras y gorra de visera, todo ello muy colorido. Traía un coche muy grande cargado de pornografía, tabaco y recambios de automóvil. Un día contó que, en un bar, un hombre se le había presentado, al saber de dónde procedía, como hijo de la oblata: lo habían dado en adopción recién nacido y, décadas después, sólo había averiguado el nombre de un pueblo en donde nadie había querido o sabido decirle nada. Tampoco había insistido mucho. Ya era tarde para todo.

He paseado algunas veces por el atardecer de la falda de Montmartre recordando que, entre las mujeres que enseñaban los pechos a las puertas de los burdeles, envejeció el hijo de la ofrecida sabiendo menos de ella que yo hasta que llegó un desertor del arado y de la mina.

La iglesia está cerrada. Sería bueno darle un uso laico y rendir homenaje a la larga lista de obligadas a la renuncia.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Frío

El fin de semana pasado, 83 personas fueron denunciadas por beber en la calle. La temperatura nocturna no superó los cinco grados.

Puerto Chico | RPLl

Puerto Chico | RPLl

No sé si algún columnista no disfruta con una ola de frío y sueño. Por motivos poco lúdicos, el domingo por la mañana, muy temprano, deambulé por la ciudad. Fui el único cliente de una cafetería, el único viajero del primer trayecto de un autobús. No percibí en qué momento la noche se hizo un día igual de oscuro y glacial.

El fin de semana pasado, durante las noches y madrugadas, 83 personas fueron denunciadas por beber en la calle. En esos períodos, la temperatura no superó los cinco grados. Si la moral no miente, para emborracharse en esas condiciones, hay que ser muy pobre o muy canalla. Pero yo me he acordado de la novela “Sábado por la noche, domingo por la mañana” que Alan Sillitoe publicó en 1958 quizá para huir de la realidad contándola. Entonces había muchos más lectores interesados en las vidas de obreros que se emborrachaban todos los fines de semana en esforzadas competiciones, pero (y porque) tenían una vida envuelta en muros que agobiaban todas las perspectivas. Por lo menos podían pagar los precios de los pubs proletarios, rodar por las escaleras de las viviendas modestas y darse palizas en los callejones. Por lo menos estaban claras las fronteras. La clase obrera y sus barrios existían como realidades e ideas con una cierta coherencia. Hoy podemos ver los espacios gentrificados a alto precio y lo que fue colectividad dispersa en la precariedad a bajo coste. Sillitoe fue uno de los llamados ‘jóvenes airados’ británicos, uno de esos movimientos artísticos (a su pesar) que todavía se colaban por las grietas de habitaciones desconchadas carentes del atrezo de las estudiadas reivindicaciones de las galas actuales.

Y ese tipo de ciudad que Santander apenas fue por obligación y sin querer -y lo que tuvo de ella lo tapó o expulsó en cuanto pudo- me lleva por pura contradicción al símil de la lista (smart) ciudad-fachada, sus calles y sus borrachos fantasmales, en una pirueta digna de un ministro que antes fue alcalde y sigue usando el anglicismo para adjetivarlo todo: Smart Train, por ejemplo, sin ningún rubor.

Durante mi raro periplo, no encontré borrachos. Sólo calles en resaca y mal iluminadas. Los perdidos figurantes del festejo huidizo se hacían imaginar como sombras esdrújulas en extática peregrinación hacia los desolados intercambiadores del nuevo falso transporte metropolitano. Las cuadrillas residuales de botellón de invierno (pero no se puede juzgar el todo por la parte) suelen reventar las botellas en los alrededores de los contenedores de vidrio. La intemperie había apagado el ruido de cristales rotos entre granizos y reflejos de leds mínimas, y ya habían pasado las broncas con la policía.

Los grandes, flamantes, articulados autobuses vacíos del metrobús empezaron a pasar hacia las monumentales paradas que parecen creerse estaciones teletransportadoras. Llevaban una lenta prisa, tal vez medida para facilitar la contemplación del arte callejero acomodado. Ya han sometido lo subterráneo a lo superficial (underground, qué mal te sientan los solarium), o eso creen, pero, ¿cómo demonios se forma un derivado de calle que no pase por calleja y cómo cabe una calle de verdad -no una de centro comercial- en un museo?

Nos están haciendo pasar el invierno entre las obras preparatorias de un negocio de turismo masivo que da escalofríos. En verano, serán mucho más tolerantes con las hordas nocturnas que ahora con los pobres borrachos del viento polar.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Turbio aniversario

Empezaba el siglo XX, aunque algunos sostienen que el XIX no acabó en Europa hasta la guerra de 1914 y que la España neutral pasó a un universo paralelo por un agujero negro.

Caravaggio. Tahúres, 1594.

Caravaggio. Tahúres, 1594.

No es un recuerdo muy útil. No es metáfora de nada. Es casi un guiñol en día de lluvia.

Este mes no se celebra -ni ningún otro- el aniversario de la muerte de Teodosio Ruiz, alias el Piloto, director del semanario El Descuaje, caído en 1906 en un salón de juegos ante un pistolero cuya microhistoria acabaría al servicio del golpe de estado franquista.

He escrito sobre Ruiz para sacarlo o por lo menos hacerlo asomar del reducto de incidente aislado en que lo suelen meter los cronistas. Pero no es cuestión de exculparlo de nada. Exhibe en los retratos bombín sospechoso, mirada torcida y bigote poco carismático, y me resulta improbable que buscara redimirse en la autodestrucción. Parece un tipo con cicatrices por dentro y por fuera al que una mezcla de ideología, demagogia, adicciones e intereses condujo a ser jaleado como líder de garitos portuarios para caer en la trampa de la verdad, un asunto peligroso, por supuesto, como bien saben todos los periodistas, los honrados y los otros.

Quizá se han cargado los tinteros con absenta al hablar del ilustrado de folletón que presumía de haber roto el bloqueo yanqui en sus tiempos de marino. Todos lo señalan como histérico, narcisista, violento y aquejado de venéreas, alcoholismo y ludopatía. Sus enemigos afirman que su férrea voluntad de contar estaba sometida a las reglas del chantaje y sus amigos no ponen mucho entusiasmo en negarlo. Como el silencio no paga, se puso a denunciar los juegos prohibidos, los burdeles ilegales (pero había versiones legales y lujosas de ambas cosas) y la corrupción policial. Y, además de trampear, gozaba con los aplausos de la ciudadanía tabernaria, agradecida por las míseras catarsis que les proporcionaba.

El Descuaje era un semanario que no sé si calificar de amarillo porque ese concepto implica desde sus orígenes un gran negocio (Pulitzer y Hearst ponían los dramas para propiciar las guerras y la Casa Blanca los atentados de falsa bandera) y aquí hablamos de un intento de supervivencia. El panfleto del Piloto, sin embargo, a veces agotaba las tiradas; una pequeña burguesía lectora, llena de contradicciones que envolvía en aburrimiento, hacía bullir la bronca impresa cargada de razones turbias y hechos ciertos, y convertía al mensajero en noticia y al lector en replicante del escándalo. Eso sí: denunciaba por igual el amancebamiento del Inspector Jefe con una joven de las afueras, los abusos que sufrían castañeras y floristas, los robos de joyas recuperadas a comisión y los trasiegos de polizones.

Incluso la prensa formal se vio forzada a sacar a la luz, aunque fuera en crónica de sucesos (esa sección creada para separar los delitos de la sociedad), retazos del poco profundo subsuelo: las bandas rivales, las sanciones gubernativas al periodicucho -pero también a algunos tugurios y a policías dudosos- y otras puntas de icebergs. Ya con retraso, después de la balacera, el muy católico La Atalaya proclamó que medio Santander andaba armado por la calle, afirmación que ya habían hecho Ruiz y su séquito; ellos lo sabían bien: siempre llevaban brownings y bastones.

Las clases bajas y medias se sentían con derecho a tener sus casinos y burdeles a imitación de la aristocracia veraneante. Hay que añadir, como diría el tango, a las pobres almas sin rumbo que, arrojadas por la mar desde los cuatro vientos a los vértigos del azar y de la carne de la Ribera, mezclaban su pasión por el ron y el monte con las pastillas de menta con cocaína, la misma sustancia que -con aprobación papal- alegraba las copitas de Vino Tónico Mariani servidas en las tardes de El Sardinero.

Empezaba el siglo XX, aunque algunos sostienen que el XIX no acabó en Europa hasta la guerra de 1914 y que la España neutral pasó a un universo paralelo por un agujero negro. Todavía sonaban acentos coloniales cubanos y rozaban las pieles deseos de mantones de Manila. En los salones rodaban los dados, amarilleaban los naipes y la papelería oriental de las paredes se coloreaba de opiáceos.

Uno se imagina las resacas de las fiestas navideñas en los ángulos perdidos de Puerta de la Sierra, donde la chirlata brillaba por sus rabias y tristezas. Un poco cutre todo, de un kitsch recién llegado de Alemania para darle empaque barato a lo delictivo pretencioso.

El tiroteo se produjo después de un encuentro acordado. Hubo varios heridos. Fallecieron el Piloto y un jugador sin suerte. La instrucción del caso hizo un inventario de las cosas halladas en la escena: fundas de pistolas y casquillos de la refriega investigada y de otras antiguas (una emboscada puede tapar una celada), un bastón roto, libros, una revista de criminología, objetos surgidos de historias ajenas para mostrar que en la realidad no existe el orden de las ficciones.

No puedo probarlo -ningún testigo accederá a declarar-, pero creo que en las ciudades pequeñas la gente sabe más y la prensa cuenta menos que en las grandes. Una vez oí decir a un periodista curtido, pero poco creíble, que no tiene sentido publicar lo que todo el mundo sabe. Poco después fue noticia porque tenía problemas para justificar sus ingresos.

 
 

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Desaparición de una vaca de papel

Había además vírgenes y ángeles de papel pintado, y un gran cuarto menguante colgado del cielo.

Fotografía de la Vaca de José Pérez Ocaña. | Hermandad de la Beata Ocaña

Fotografía de la Vaca de José Pérez Ocaña. | Hermandad de la Beata Ocaña

Allá por marzo del 83, fuimos muchos los visitantes de la exposición Incienso de José Pérez Ocaña en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria (¡MAS!), que en aquellos tiempos sólo era el Museo Municipal de Santander y aún no se había arruinado. Fue entonces cuando se quedó la vaca de papel maché que ahora ha ardido con otras obras y muchos libros. El creador la donó junto a un óleo y una acuarela.

Había ambiente en la calle Rubio. La inauguración estuvo llena de progresistas de izquierdas y de derechas, activistas homosexuales que tenían recientes las leyes de peligrosidad social, santanderinos de toda la vida que, fieles al promontorio cultural, cumplían el rito de ir a todo lo que hubiera; incluso algún ex censor franquista disimulaba mal su complacencia ante el séquito de la que ha sido promovida como Beata Ocaña, la cual se exhibía locuaza (sic) entre actores (los que le habían secundado en Manderley, del cántabro Garay), artistas e intelectuales, toda la inteligencia de la transición local, ocurrencia fractal de la estatal, travestida o no, aunque la mayor parte no llegó a mutar hasta la separación de las esencias.

Había vacas, vírgenes y ángeles de papel pintado, y un gran cuarto menguante colgado del cielo y cuadros expresionistas suavizados mediante el naíf onírico de la tensión del arte calificado de degenerado por los que provocaron la mayor matanza europea del siglo XX. Flores, imaginería sacra popular, mucho color, música clásica, saetas y bengalas. La pirotecnia estuvo quizá demasiado unida a la vida de Ocaña, pero era parte inevitable de aquella fusión de impulsos.

He tenido que recurrir a este vídeo para recordar en qué pared, animándose a sí mismo con odas a la Macarena, pintó un mural que luego fue tapado o borrado. También se aprecian los sexos de los angelotes. Y palomas vivas sobre las cabezas de los santos orladas por nubes de sahumerios en la ensoñación protagonista del altar de papel elaborado por el oficiante.

La vaca perdida en el humo de un museo hoy hecho turíbulo ridículo de cenizas malolientes era parte de un conjunto que incluía una pastora. Quedó la vaca sola, sujeta a las intermitencias de una entidad sin capacidad para exponer la mayor parte de su colección. La vaca de papel parece un remedo del falso tótem cántabro, caído por los estragos de la desidia mientras un público que prefiere alimentar su apatía bosteza ante la propaganda.

En 1978, Ocaña había sido detenido en Barcelona por escándalo público y una manifestación en su apoyo había sido disuelta a porrazos. Como si pudiera haber escándalos privados y exhibirse en La Rambla pudiera ser uno de ellos. Un escándalo -delata la etimología- es una piedra con la que se tropieza. Es un concepto lleno de pleonasmos represivos.

La de Santander fue su anteúltima exposición. La última fue en San Sebastián. No sé si el santo flechado era uno de sus iconos, pero es el pseudónimo que eligió Oscar Wilde después de cumplir condena. Ocaña falleció en septiembre de ese mismo año. No resistió el incendio del disfraz de sol que se había puesto para una fiesta en su pueblo y aquí hemos perdido su vaca en otro incendio. Aquello fue un accidente: la farándula es a veces arriesgada; esto, lo del MAS, parece por lo menos una estupidez culposa.

Quedan dos cuadros suyos en el museo, un óleo y una acuarela. Espero que estén a salvo y localizados. Si el museo se reabre, sería una buena idea que los lienzos presidieran un homenaje. De paso, quizá se pudiera intentar recuperar el mural. El Archivo Ocañí afirma estar dispuesto a proporcionar material para una exposición de desagravio.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Construcciones y constricciones

La gran constricción de los constructores son las leyes de la física, el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. Aducir ilusiones es de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Lovis Corinth. Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Lovis Corinth | Edificio en construcción en Montecarlo. 1914.

Los magos de la literatura potencial que suelen juntarse desde hace décadas en el OuLiPo entienden que las constricciones son tan liberadoras como las paradojas, así que la idea ya viene avalada por las falsas apariencias. También son expertos en autorreferencias y plagios por anticipación, la mayoría provocados por la necesidad de dejarse tentar por lo lúdico para no enloquecer de adustas trascendencias, pero muchas veces además para esquivar los tópicos asentados o reescribir los viejos cuando los nuevos se vuelven aburridos. Sin las obligaciones de la cuaderna vía, la poesía no habría alcanzado nunca el verso libre, ni éste sabría repisar huellas de ritmos clásicos.

Otras constricciones a la creación, como las de los dineros y rituales de obispos, emperadores y banqueros, han cambiado poco, pese a que los artistas suelen proclamar su libertad a los cuatro vientos, ya que en su mayoría son gentes simpáticas que gustan de provocar hilaridad en las tertulias. No sé si esto compensa mis citas a Platón y Duchamp en un artículo anterior. Me parece que no. El caso es que voy a hablar de constructores, que comparten con los creadores de todo tipo el origen artesano, la pasión por llenar el mundo de objetos y puede que, en muchos casos, el ánimo de lucro fácil. (Me doy cuenta de que este texto tiene un recorrido lateral, de cangrejo violinista, y me alegro, porque creo que ese bicho siempre llega a donde pretende).

Una vez establecido que las restricciones forman parte del acto de creación y lo determinan (ya saben: aquello del medio y el mensaje), el problema se reduce a compaginarlas con la lógica (el objetivo debe ser comprendido y aceptado por un mínimo de pagadores) y con el empecinamiento newtoniano de las cosas en caer. La gran constricción de los constructores son las leyes de la física. Aducir ilusiones resulta de mal gusto cuando la gente pierde sus hogares.

Supongamos, mientras esperamos que se haga justicia, que un empresario se impone a sí mismo la tarea de gastar un par de cientos de miles de euros en transformar un local en un lugar agradable, un ‘locus amoenus’ (el latín mola, pero creo que los antiguos preferían encontrar el lugar ya hecho; en Arcadia, por ejemplo), y para ello estima que las ventanas y los muros se adaptarán a sus deseos. Puede que alguien le aconseje no hacerlo así, pero encuentro muy probable que nadie se atreva o que simplemente él no haga caso, porque quizá esté acostumbrado a tener licencia rápida para todo y alguien le ha adoctrinado convenientemente con los versículos de la mano invisible.

Los liberales de nuestro tiempo son grandes predicadores; los gurús le habrán explicado a nuestro hombre (podría haber sido mujer, pero ha sido imaginado como hombre) que, cuando una persona como él se pone en marcha, la providencia se moviliza a su favor. Esta idea, medio robada a Goethe, debe de ser una de las más repetidas desde que existen el coaching y la inteligencia emocional (convertir la emoción en adjetivo de un supuesto debería estar penado), pero es cierto que a veces la providencia de los intereses y relaciones se moviliza, los trámites se agilizan, se saltan denuncias, se cambian licencias, enmudecen los técnicos que deberían decir esto no puede ser, y todo se pone al servicio de un impulso superior.

Entran las excavadoras para dar forma al paraíso y se derrumba el edificio. Varias familias pierden sus hogares. Un hogar es mucho más que una casa o un negocio, pero sufre las consecuencias de la purísima satisfacción del principio de propiedad autorregulada sin constricciones, exigencia del mercado basada en el dogma de que al creador-constructor siempre hay que ponérselo fácil. No estoy de acuerdo: hay que ponérselo difícil; obligarlo a aplicar la ética y la inteligencia o, si no las tiene, a pedirlas prestadas a alto interés.

Quizá haya que acuñar, a modo de preverdad, el término “emprender al descuido” como acción y efecto de construir sin trabas. Gracias a las teorías liberales de la libertad económica (las otras libertades no son imprescindibles, como demostró la Escuela de Chicago en el Chile de Pinochet), las burbujas revientan o implotan porque, en medio denso, sólo contienen aire y, en medio débil, sólo las contiene el aire. Pero, por mucho que se adornen las obras, las constricciones no son sólo funciones de un juego estético, sino constantes que hay que respetar para evitar accidentes. Los que quieran hacer obras, que se lo trabajen como Miguel Ángel trabajó para quitarle al David el mármol que le sobraba.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan