Una pequeña lección de asepsia en torno a la Escuela de Altamira

Está teniendo lugar en el Palacete del Embarcadero de Santander la exposición “En torno a la escuela de Altamira”. El matiz del título es sin duda oportuno si tenemos en cuenta que la escasa producción de la citada “escuela” ha hecho necesario ampliar el ámbito y el periodo con obras de movimientos relativamente próximos del mismo coleccionista y de una entidad pública cuya simple marca se postula como una panacea.

Según lo comunicado a la prensa, la exposición “pretende documentar el acercamiento al ‘arte nuevo’ internacional propuesto y estudiado en los encuentros de Santillana del Mar promovidos por Mathias Goeritz en 1949 y 1950, así como su vinculación con la cultura santanderina, el surrealismo y la abstracción hispana”. La muestra presenta las actividades que reunieron a un grupo de artistas, escritores y músicos(1)Alejandro Ragel, Alejandro Ferrant, Beltrán de Heredia, Ricardo Gullón (que ejerció de portavoz), Lafuente Ferrari, Sebastià Gasch, Rafael Santos … Continue reading como un esfuerzo por abrir una ventana estética que refrescase el viciado ambiente del franquismo. Sin embargo, tal perspectiva padece en mi opinión de la inmaculada concepción de la historia de “su” arte que suele caracterizar a esta región, con la capital al frente, por supuesto(2)Nótese por cierto la profesión de santanderinidad que hace la presentación del invento: Santillana y Altamira como adornos del salón capitalino; … Continue reading.

Hay una primera omisión que casi resulta anecdótica: a Mathias Goeritz lo pusieron fuera de España antes de que se produjera el primer encuentro, un mes después de haber presentado la declaración de principios de la “Escuela de Altamira”. En marzo de 1949, había dado un discurso de aceptación como miembro de la Academia Breve de Críticos de Arte que le había llevado a chocar con los expertos de periódicos y revistas de Madrid. Le retiraron el permiso de residencia y se fue a México(3)Resumen de la trayectoria de Mathias Goeritz.. Eso no impidió que su trabajo previo de síntesis definiera lo que luego sería la “Escuela”. Goeritz había aparecido en España en 1941, tras ejercer como delegado cultural del Consulado Alemán en Tetuán. Años después, los muralistas de izquierdas mejicanos, quizá dolidos por el éxito de su “arte sin conflicto”(4)Creo que merece mención la actualidad y rentabilidad del adjetivo “emocional” que aplicaba a su arquitectura., lo acusarían de tener un pasado filonazi(5)La relación de Goeritz con figuras destacadas del nazismo parece evidente: “Nuestro común amigo Goeritz”, en El Heraldo de Aragón.. Era un pintor y escultor de pulsiones cósmicas y doradas, espiritualista, que enseguida se había unido a los artistas españoles del interior (el inconsciente me impone recordar aquí a Max Aub y sus comentarios sobre “los que se quedaron”) para reivindicar un arte de vanguardia libre de elementos ajenos, fueran políticos o sociales. En las pinturas de Altamira veían un estado de pureza esquemática y dinámica que las liberaba de los traumas que habían lastrado el arte durante su viaje de milenios. Aunque tanto idealismo pueda parecernos beatífico, no fue difícil encajar esa visión esencialista en la actualidad de la postguerra española, de pronto afectada por una postguerra europea que exigía del franquismo un cambio de imagen.

El arte, según la Escuela, debía liberarse de las ataduras de los aconteceres mundanos y someterse a un proceso de “esencialización”, el mismo que podía encontrarse en los signos simples pero profundos que poblaban aquellas cuevas. Se abogaba por una plena limpieza de lo superfluo para ir “al grano” de las cosas, pero, por encima de todo, se hacía un llamamiento al ensimismamiento del artista, algo que debía sonar estupendamente en los oídos de la clase dirigente(6)Marzo, Jorge Luis. Arte Moderno y Franquismo. 2006..

Los falangistas Vivanco y Rosales estaban de acuerdo, por supuesto, y Ricardo Gullón, aunque expresaba su temor al “surrealismo comunista y anticristiano”, comprobó aliviado que sólo se aceptaba en sus versiones abstractas y aligeradas. El mismo Gullón puede servirnos para introducir otro asunto cuya consideración oficial parece no haber cambiado desde aquellos tiempos:

Gracias al mecenazgo de don Joaquín Reguera Sevilla, Gobernador civil de Santander, persona en quien artes y letras encuentran constante protección y amistad, pudo celebrarse la primera reunión de la Escuela(7)Gullón, Ricardo. Primera reunión de la Escuela de Altamira.

Aunque las cosas siempre pueden contarse de otro modo:

La Escuela de Altamira, en realidad, hubiera pasado probablemente sin pena ni gloria a las páginas de los libros de arte si no fuera por un hecho de gran trascendencia(…): despertó el interés del poder. Más en concreto, de determinadas figuras dentro de él: personajes que, a la postre, tendrían un papel fundamental en la legislación sobre la vanguardia y en la capacidad del sistema de sacarla adelante. El grupo de Altamira pudo desarrollar sus jornadas gracias a un cierto respaldo económico y, sobre todo, a la buena disposición de Reguera Sevilla, entonces gobernador civil de Santander. Estamentos poderosos daban cierta carta de naturaleza a pesquisas artísticas, con claras vinculaciones internacionales y con un ánimo de proyección más allá del estricto círculo de interesados. La participación, entre otros adeptos al régimen, del poeta falangista Luis Felipe Vivanco, dio una cobertura en los medios culturales oficiales que no pasó desapercibida en órbitas de más altura política (…).
[Fue pues] un nuevo paso en la escalada del régimen por ofrecer apoyo a aquellas iniciativas culturales que pudieran transformar tanto la imagen externa del país, como las posibles reticencias de una clase burguesa demasiado hipócrita con las ñoñerías del academicismo franquista(8)Marzo, Jorge Luis. Op. Cit..

La “Escuela” tuvo, eso sí, un encaje útil en un evento propagandístico de mucho más calado y duración: el llamado “Avance Montañés”, una exposición que recogió y magnificó los logros de la reconstrucción de la provincia de Santander desde la guerra, con un tratamiento especial para la de la capital desde el incendio del 41. El apartado cultural del gran libro ilustrado que se publicó al año siguiente está dedicado al texto triunfal de Ricardo Gullón sobre el primer encuentro, y en él plantea sus objetivos de crear un museo para exponer las obras de los miembros y una residencia de artistas. Todo lo cual, como se sabe, quedó en nada. Dan ganas de pensar que el apoyo entusiasta de Reguera Sevilla estaba en función de su utilidad para el “Avance” y que, pasado éste, el interés se disolvió(9)El Avance Montañés. Libro sobre la exposición del mismo nombre. Gobierno Civil de la Provincia de Santander. Editorial Gráficas Valera. … Continue reading.

Lo que fue una actividad oportunista desarrollada dentro de un panorama de gobernadores civiles consignados (similares actividades tendrían lugar en muchos otros recién descubiertos “promontorios culturales”) tuvo, pues, escaso éxito. La entonces provincia no daba mucho de sí; sus aportaciones no justificaban los viajes de figuras reconocidas que ascendían en otros sitios. Poco después vendría Fraga a poner en marcha con mayor eficacia una política de iguales intenciones, centralizada, asociada al desarrollismo y en mejor coyuntura internacional.

Ante este panorama, no deja de ser significativo que algo de tan poca entidad tenga tanto predicamento: se cuentan tres exposiciones muy parecidas en cinco años, sin contar múltiples actividades relacionadas. Se explica en parte, claro está, por la querencia ideológica de los que detentan el poder en las instituciones implicadas de nuestro incomparable páramo, pero más aún por la necesidad de justificar con un contenido sobrevalorado un continente surgido sin ninguna demanda social de una red de relaciones personales (los gurús y la burocracia culturales que preconizan el advenimiento del Archivo Lafuente necesitan visibilizar su epifanía más allá del no muy popular marchamo del Museo Reina Sofía) y, todavía en un nivel más alto, la de ambientar ese gran proyecto de ” economía del ocio” que, sostienen, tan bien complementará la política hostelera y gentrificadora (en su versión más injusta por depredadora y clasista) que ya tenemos encima y que, sospecho, tiende a la conversión de la fachada de la ciudad en una vitrina de metacrilato.

Pequeña lección de asepsia, pues, en la tradición de prestigiar un régimen (o, en este caso, la rancia vocación de una capital que parece empeñada en separarse de su hinterland y ser autosuficiente con un espectáculo anular sin ciudadanos) mediante la elaboración de un mito artificial, elitista y tan edulcorado como el pseudoprimitivismo de aquellos escolásticos.

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Miembros de la Escuela de Altamira en el balcón del Ayuntamiento de Santillana del Mar. La fotografía no está en la exposición. La Escuela de Altamira. Gobierno de Cantabria, Santander, 1998, D.L. SA-503-1998

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Notas

Notas
1 Alejandro Ragel, Alejandro Ferrant, Beltrán de Heredia, Ricardo Gullón (que ejerció de portavoz), Lafuente Ferrari, Sebastià Gasch, Rafael Santos Torroella, Luis Felipe Vivanco, Pancho Cossío, Llorenç Artigas, Joan Miró, Willie Baumeister, entre otros.
2 Nótese por cierto la profesión de santanderinidad que hace la presentación del invento: Santillana y Altamira como adornos del salón capitalino; un salto de gigante por encima de toda la historia regional, que debe de ser otra historia.
3 Resumen de la trayectoria de Mathias Goeritz.
4 Creo que merece mención la actualidad y rentabilidad del adjetivo “emocional” que aplicaba a su arquitectura.
5 La relación de Goeritz con figuras destacadas del nazismo parece evidente: “Nuestro común amigo Goeritz”, en El Heraldo de Aragón.
6 Marzo, Jorge Luis. Arte Moderno y Franquismo. 2006.
7 Gullón, Ricardo. Primera reunión de la Escuela de Altamira.
8 Marzo, Jorge Luis. Op. Cit.
9 El Avance Montañés. Libro sobre la exposición del mismo nombre. Gobierno Civil de la Provincia de Santander. Editorial Gráficas Valera. Santander, 1950. Sobre la trayectoria política de Joaquín Reguera Sevilla: Sanz Hoya, Julián, La construcción de la dictadura franquista en Cantabria: instituciones, personal político y apoyos sociales (1937-1951), Santander: PUbliCan, Ediciones de la Universidad de Cantabria; Torrelavega: Ayuntamiento de Torrelavega, 2009.

El Ateneo Popular de Santander vuelve a la historia

Acaba de aparecer el libro Ateneo Popular de Santander(1)Editado en papel por le editorial Librucos. Se puede descargar en formato PDF en el sitio web del Centro de Estudios Montañeses., de Fernando de Vierna. Se trata del resultado de un largo trabajo de investigación sobre la que fue, como señala el autor, la principal entidad socializadora de la cultura que ha habido en Cantabria.

La idea de que un libro venga a llenar un vacío intolerable está aquí totalmente liberada del carácter tópico que suele tener en este tipo de presentaciones. No se trata de un vacío simbólico; carece del atenuante de la metáfora fácil: el borrado de las huellas y la suplantación del Ateneo Popular son fenómenos tangibles que resultan del protocolo de olvidos y ninguneos tramado primero con tosquedad cuartelera por el franquismo y luego adaptado a las maneras suaves con que la llamada Transición (nombre de un período deliberadamente inacabado) apartó todo lo incómodo.

Portada

Ya durante la dictadura se elaboró la leyenda de Santander como un promontorio cultural de excepción que con el tiempo los cronistas con audiencia oficial han querido exculpar como moderado e incluso liberal. Ese diseño falaz no ha perdido actualidad; sigue encaramado al escenario político y social mientras la experiencia cultural republicana que de verdad vino a implicar a las bases sociales quedó sepultada por la fuerza física y por el decorado que las élites militarmente dominantes crearon a imagen y semejanza de la ciudad imaginada. Décadas de miedo y adoctrinamiento sin réplica (o, ya en tiempos recientes, con las réplicas marginadas por unos medios herederos y otros acomodados) fijaron en la sociedad santanderina la idea de que el periodo republicano fue un lapso estéril. El libro de Vierna viene a contrarrestar esa perpetuación del olvido mediante una minuciosa investigación que recoge y analiza la historia de la entidad.

Logotipo del Ateneo Popular de Santander

En la calle Gómez Oreña, esquina a Pedrueca, estuvo la última sede (y la única propia, inaugurada en febrero de 1937) del Ateneo Popular de Santander (1925-1937). El edificio, planeado por el arquitecto republicano Deogracias Mariano Lastra, fue construido con las aportaciones de los socios. Los obreros trabajaron gratis. En un período histórico en el que las fuerzas del trabajo empezaban a confluir con las de las ciencias y las artes, eso no resultaba sorprendente: era la respuesta a una necesidad creada por el propio funcionamiento de una institución surgida para corregir las desigualdades culturales y educativas generadas por las injusticias sociales, es decir, por las desigualdades económicas, un ateneo de amplio espectro en el que colaboraron en mayor o menor medida todas las personalidades del panorama sociopolítico que, tras haber creado las condiciones para la instauración de la II República, habían dado lugar al Frente Popular. Un buen número de intelectuales y profesionales y la parte más avanzada de la burguesía, asfixiada por décadas de revolución liberal pendiente, se unieron al proyecto con entusiasmo. El hecho de que fuera una asociación que rehuía el activismo político directo y no tenía una definición política específica dice mucho del trasfondo social que lo había puesto en marcha: no era un órgano de creación de conciencia, sino la consecuencia de las demandas de una sociedad en ebullición. La cantidad de materias educativas y actividades que abarcaba y de participantes en ellas, y los criterios científicos y avanzados con que eran tratadas, todo ello detallado en la obra de Vierna, lo demuestra.

Saqueado en agosto de 1937 cuando las tropas franquistas entraron en la ciudad, fusilados, encarcelados o exilados sus impulsores, el edificio fue despacho del falangismo, pasó años de abandono y fue ocupado por el Ateneo de Santander, ente desprovisto de popularidad que había competido desde la reacción con el Ateneo Popular (a pesar del poder adquisitivo de sus socios, exigía las mismas subvenciones públicas) hasta que los golpistas consiguieron acabar con la democracia. Allí sigue el Ateneo ultraconservador (si a alguien le parece fuerte el término, lo invito a repasar su programa de actividades, de consumo interno para élites profesionales y confesionales cuando no puramente propagandístico) como emblema autocomplaciente del movimiento que liquidó por la fuerza el proyecto de ilustración popular.

Por suerte, a veces aparecen trabajos como este para mostrar qué sedimentos asfalta la tupida fachada local.

Notas

Notas
1 Editado en papel por le editorial Librucos. Se puede descargar en formato PDF en el sitio web del Centro de Estudios Montañeses.

Santander, paréntesis de la mar

Que si hay que estar al nivel del Centro Botín. ¿Pero qué nivel? ¿Alguien sabe […texto autocensurado].
Un mirador para mirar lo que tapa, por cierto.

Serrón.

Ahora que resulta evidente que el edificio invisible va a obstruir la serena contemplación de la bahía, conviene insistir en señalar la tendencia local a ocultar la recreación espontánea ante el mar, la mar (pongan el sexo que prefieran, pero no exageren el género salino), como si tal acto, que en su día acompañó, sin duda, el momento fundacional de la ciudad (calma intermareal interrumpida, es cierto, por saqueos de hérulos y concesiones de abadengos con diezmo de la pesca, portazgos y pontazgos) tenga ahora que ser subsumido en el uso de arquitecturas que sólo permiten la observación desde los egos de sus arquitectos y patrocinadores. Desviando la brisa, claro, y poniendo en lugar del olor yodado el movimiento solar erróneo de una animación proyectada en el interior de un contáiner. Sí, esa en la que la luz parece venir de todas partes para negar la sombra que proyectará el monstruo. Ensimismamiento arquitectónico que encima desgrava. Entre paréntesis, diré que somos gilipollas. Bueno, se me olvidó el paréntesis. Desde fuera, ejercen de murallones, parapetos de la misma escuela de rompesendas, mientras llenan el interior con el paisaje robado. El chiste es fácil, pero inevitable: el paisaje es el botín (pero la corrección quiere que sea un honor, ni siquiera un rescate o la dote de la ciudad en boda de conveniencia) del Centro Botín, desde cuyo interior se verá muy bien la bahía, como desde un escenario-hornacina decorado con los conceptos y las formas del arte contemporáneo más ultraliberal y caro, un circo para la vista, con toboganes, neón y prosas autojustificativas (a los palanganeros culturales de toda laya les sudan los bolis de gelatina índigo con el logo de la llama blanca sobre fondo, eso sí, rojo corbata), dejando para el exterior un ambiguo tornasol: no creo que haya color más hortera que un blanco de pretensiones irisadas. Para mirar hay que entrar, dicen los teóricos de los espacios apropiados. O subir, como a la duna de Zaera, a la que la prensa ufana llamó “grada de España”, pero que ni siquiera es de Gamazo, y que obstruye la mirada a la mar desde el dique, ahora plaza con proyecto de asador incluido, es decir, futura terraza que hace hostelería de la arqueología industrial y separa la obra civil de su memoria de trabajo y mar. Aquí, para mirar el paisaje que tan bien trazó Hoefnagel, hay que subirse a un galpón de líneas metálicas, yerba falsa y triunfalismo trilero de un mundial cuyas cuentas no cuadran, pero que iba a ser al tiempo panacea y púlpito de epifanías. Porque, al parecer, para contemplar los mecanismos de la historia, éstos deben ser acolchados con tarima flotante y olor a churrasco, y siempre ha de haber cerca una mala imitación, sea de un museo de éxito, de una moda gastronómica o de una donación mediocre con nombre prestado. Creo que dadá pasa de la fuente y del bling bling con que los candidatos pasean en bicicleta (todos nosotros malvados electores esperamos que resbalen en el verdín sssflusss platch mierda de perros), se mojan los pies y dicen que se mojan, se reclaman de la diferencia, la exclusión o el éxito y hasta piden compasión por abusar del maquillaje azul impasible hielo de los que saben que siempre gana la banca. La mar cada vez recomienza con más dificultad (Valéry no te rías, no tiene ninguna gracia), cada vez es más difícil reiniciar la recompensa de la calma aun sabiendo que ahí sigue, estuchada como unos gramos de azúcar en ración de cafetería del Paseo de ese Pereda al que han tintado los jardines de un gris cielo viscosa. Y una pasarela del mismísimo cemento (encargarán un mural pijohipster a los equipos de emergencia creativa, seguro) en algo que nadie se atrevería a llamar lontananza: y una mala excusa para la escusa. De los ensanches inacabados pasamos directamente a las viviendas fortificadas y ahora planifican una ciudad fantasma gigante mientras los moradores (bella palabra olvidada en las colmenas) huyen cada vez más lejos para dejar hueco a los súbditos-clientes. Muchos huyen de verdad. Otros sueñan y votan porque se creen en el mejor de los mundos aburridos. Unos pocos protestan sin entusiasmo. Qué bahía más bonita, claman, qué montañas, qué nubes, qué calima. Qué pena no tener acabado el Cerco Cultural para culminar ya el prodigio con algún nuevo macroenlatado urbanístico.

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Etimologías

Gentrificación: ing. gentry [similar a ‘hidalguía’] <- fr. ant. genterise (s.XIV) 'de buena cuna', 'bien nacido', 'de alta alcurnia' [La socióloga Ruth Glass usó el término 'gentrificación' en 1964 para estudiar el desplazamiento de los trabajadores de clase baja de los barrios urbanos por las clases medias.] Ética: lat. ethĭcus <- gr. ἠθικός [êthicós] <- ἦθος [ëthos], 'carácter’. Estética: gr. αἰσθητική [aisthetikê] <- αἴσθησις [aísthesis], ‘sensación’, ‘sensibilidad’, 'percepción'.

Cita

6.42 Por lo tanto, puede haber proposiciones de ética. Las proposiciones no pueden expresar nada más alto.
6.421 Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo mismo.)
6.43 Sí la voluntad, buena o mala, cambia el mundo, sólo puede cambiar los límites del mundo, no los hechos. No aquello que puede expresarse con el lenguaje. En resumen, de este modo el mundo se convierte, completamente, en otro. Debe, por así decirlo, crecer o decrecer como un todo. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.

Ludwig Josef Johann Wittgenstein.
Tractatus logico-philosophicus, 1921.

Conmemoración

Después del incendio que en estas fechas conmemoramos, hubo una reconstrucción con trampas propias de la época, que no se diferenciaban gran cosa de las actuales. Poco después, el régimen se vio próspero y la ciudad se abandonó lánguidamente a una curiosa condición de ágora culta y cortafuegos del norte.

Descripción (descaradamente connotativa)

La “muy noble, siempre leal, decidida, siempre benéfica y excelentísima” ciudad de Santander expresa por todos los medios que la definen un concepto dúctil de sí misma. Sus habitantes (nombremos sin pudor a la mayoría por la totalidad) aceptan con entusiasmo que los creadores profesionales de opinión rediseñen cualquier mito informe y lo adapten como un fluido viscoso a una idea preestablecida. El objetivo, aparte de la satisfacción de los egos, suele ser difundir como memes las claves parasitarias de un mundo rentable a corto plazo para los intérpretes interesados de las vidas y habitaciones ajenas.
Es una ciudad paradójicamente desierta. Está tan llena de cosas y anuncios de milagros por venir que es difícil encontrar referencias sólidas en sus solitarias laderas de aliento austral. Laderas que, aparte de su funciones de abrigo y huerta, antes despreciaba la ciudad funcional, comercial y harinera, donde las partes del conjunto estaban bien delimitadas y jerarquizadas (zonas populares, centro histórico, centro renovado o ensanches, muelles y zonas de industria, mercados, barrios céntricos y periféricos, estaciones, instituciones, cuarteles, etc…) y que ahora urge encajar en la opereta postindustrial, posfordista o especulativo-financiera (tómenlo por donde quieran) para que algunos grupos sociales bien organizados obtengan rentabilidad económica y política e impongan al paisaje la estética correspondiente. Y me remito a lo dicho por el ingeniero austriaco: la estética es la ética. El mundo de los felices es distinto del mundo de los infelices.
Sin embargo (pero con embargos de ancianos enfermos), la doctrina oficial, que también es la más aceptada, mantiene con gran aparato electrónico (esos autobuses municipales repletos de pantallas) y eficaz papel tradicional (Santander es una sociedad de periódico único) que fuera de sus murallas infográficas hay un mundo en crisis, burdo y mal alimentado. Somos los mejores. La crisis fue una tormenta sin culpables. Ni siquiera la asunción de una ruina económica que llegó del cielo parece poder apartarnos del camino a un futuro futurista, narrado desde la prospectiva de aplicaciones cómodamente descargables y muy útiles para el turismo, es decir, para todos, porque en esta ciudad peculiar todos los habitantes somos turistas además de hidalgos, y a todos se nos presenta la urbe cada día como si acabáramos de descender de un vapor trasatlántico y preguntáramos en la chalupa por el nuevo casino de Monsieur Marquet.
Con esa tenacidad digna de figurar en los anales de la historia de las mentalidades que ha hecho innecesaria durante las últimas ocho décadas cualquier forma de transición local, la mayoría de la población acepta, como culminación de una historia dedicada al arte, la cultura, la prosperidad y la belleza de los espíritus, lo último en cesiones a la Banca y sus Fundaciones: los principios inamovibles de un Centro de Arte en medio del muelle y paseo marítimo, bloque blanquecinoirisado sombrío sobre unos jardines de asfalto resbaladizo teñido de azul grisáceo, continuidad de la historia de la ciudad disfrazada de contenedor cultural (una mala imitación del único centro similar de éxito de las inmediaciones) que cae del espaciotiempo cuando en la Europa que hemos hecho modelo empiezan a desinflarse (véase el artilugio anal de McCarthy) esas propuestas de vanguardia sin rupturas y conceptualismo sin concepto que han venido a continuar el arte sin conflictos dictado por Rockefeller cuando rompió con aquel rojo de Ribera. Cuestión de pactar el conflicto; la postmodernidad sin desconfianza produce bellas pegatinas sin expresionismos ni siquiera abstractos.
La gestión cultural municipal, ya de paso, ha sido entregada en nombre de la creatividad a una fundación de fundaciones y administraciones (Fundaciones Botín y Banco de Santander, Gobierno, Ayuntamiento) contra la que, al parecer, los agentes culturales y sociales tienen muy poco que decir, incluidas por supuesto las llamadas ‘opciones de progreso’, y se muestran dispuestos a colaborar con entusiasmo en el atrezzo. Lo mismo sucedió con el edificio: al fin y al cabo, todos lo querían; sólo molestaba un poco el sitio.

Paisaje expulsando figuras

Todo lo cual sería por supuesto una casi irrelevante cuestión de gusto y negocios dudosos si el relato de la ciudad ideal, su espectáculo y el lábil imaginario de la absoluta mayoría no sirvieran para velar tragedias. Pequeñas tragedias, las más dolorosas, sin el consuelo de grandes cantores. Porque entre el exceso de cemento y los acantilados rotos aparece un desplazamiento de la población al que no me parece desproporcionado llamar limpieza de clases.
Las definiciones más asépticas establecen que la gentrificación es una consecuencia del desarrollo de las poblaciones urbanas relacionada con las variaciones del poder adquisitivo de sus habitantes.
Dicho de otro modo, es el proceso por el cual un barrio pasa de ser pobre a ser de de otra clase más pudiente. La política urbanística es política de clases: no me digan que no se habían dado cuenta. Algunas (cada vez menos) recuperan barrios y protegen a sus habitantes, otras, las más, las que están acordes con la continuidad de la barbarie económica que nos trajo la ‘crisis’, gentrifica/nobiliza/elitiza el espacio, no las personas. A éstas las expulsa mediante métodos más o menos sutiles. Mientras el antiguo barrio y sus habitantes sufren el deterioro de las edad y/o la pobreza, las especulaciones hacen variar el valor de la propiedad. Los pobres, en lo sucesivo, no podrán comprar o alquilar nuevas viviendas; con el mismo fin, se hacen variar los impuestos municipales, que se convierten en un filtro de residentes. Es decir, todo se encarece para que sólo los ricos puedan pagarlo. Los comercios tradicionales, incapaces de pagar las tasas y competir, son reemplazados por nuevas tiendas exclusivas, franquicias, nuevos establecimientos de hostelería. Las casas arruinadas son reformadas o sustituidas por otras más lujosas. Sus moradores, obligados a aceptar ofertas y someterse a presiones que poco a poco van abandonando las sutilezas gracias a un aparato legal implacable, son reemplazados con bajo coste por personas de ingresos altos.

Recapitulación (con ira no disimulada)

La ciudad de Santander, atenta a las corrientes ideológicas dominantes que justifican el desplazamiento de dinero público por los cauces que lo llevan a bolsillos privados (es decir, más claramente, cargada de ideología y clasismo) ha emprendido hace años un proceso de remodelación que conlleva la expulsión de los que no encajan en el parque temático capitalino que forma su mundo ideal, de secciones bien reguladas: deportiva, comercial, veraniega, artístico-contemporánea. Alcalde, concejales, asesores y estetas dicen lamentar el daño producido a las personas que añaden a su condición de pobres la de estorbos. Parecen impelidos a actuar así por un designio superior que vuelve banal el mal provocado. Pero todo análisis desde perspectivas globales y locales denota, sin que las connotaciones anteriores lo alteren, que (aunque lo nieguen mediante la afirmación categórica “no puede ser de otra manera” o la más relativa “es que si no sería peor”), su elección es totalmente ideológica, calculada, interesada y ajena al bien común.
El supuesto designio superior puede ser claramente definido con los nombres y apellidos de los beneficiarios. Eso permite denunciar que un falso determinismo pretende engullir y separar la ética y la estética. Al escupir la primera enseguida por superflua, la segunda queda en manos de fundaciones creativas que pintan las paredes de las zonas de esparcimiento con audaces frases que piden pensar con el corazón o se quejan del exceso de policía; ya se sabe: es esa ingenua rebeldía vanguardista de los que pueden pagarse los cubatas.
Un repaso al plano de la ciudad permite comprobar el proceso, que abarca todos los barrios asentados en zonas que suponen atractivas para la construcción de viviendas que sólo podrán comprar los ricos o los que todavía pueden endeudarse, y un paseo real permite comprobar el deterioro de casas y calles que corresponde a la primera fase de la gentrificación: el abandono de los servicios y de las ayudas sociales para la recuperación de zonas y viviendas.
Para colmo, el mundo aparentemente idílico de la especulación inmobiliaria se sustenta sobre unas premisas ideales que, para empezar, no hallan réplica en la supuesta buena voluntad de los depredadores del beneficio fácil e inmediato. ¿Recuerdan que esta llamada crisis procede de una alianza salvaje entre los que sacaron y sacan beneficios de ella, es decir, bancos, constructores, políticos y economistas economicistas?
La propaganda afirma que una ciudad de menos de 200.000 habitantes, capital de una comunidad autónoma de 500.000, con cuyo territorio mantiene una escasa integración, devendrá una suerte de gran superficie, un mercado a la vez de élites culturales y náuticas, masas playeras, hostelería de todos los niveles… Y los santanderinos de a pie seremos a la vez turistas y empleados bien pagados de turistas.
Pero la experiencia acumulada parece mostrar que se trata simplemente de una rentable huida hacia adelante, basada en la sistemática credulidad de una mayoría absoluta que ve progreso en cualquier obra, que aprovecharán las empresas adjudicatarias de las obras y de las gestiones posteriores, expertas en el chantaje del beneficio mínimo asegurado y los puestos de trabajo en precario.
He aquí otro curioso efecto de la falacia de la comunidad de destinos: como ningún pudiente va renunciar a sus ingresos, todos los demás pagamos la diferencia; el dinero público seguirá sirviendo para empobrecer a los pobres y asegurarse de que los ricos no dejen de ganar.
Pero, sobre todo, conviene no olvidar que el sufrimiento de personas como la recientemente fallecida Amparo Pérez no es el lamentable efecto colateral de una política de progreso, sino la consecuencia directa de un saqueo planificado con agravantes de desdén y soberbia institucional.
Hay grandeza ética y estética (son lo mismo) en recordarlo.

Santander Littoral City (o La falsificación de la costa)

Entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX, en muchas ciudades costeras europeas, el litoral dejó de ser para la burguesía y la nobleza un vacío arenoso, cenagoso o rocoso, o un espacio de trabajo para la plebe, siempre fétido y malsano, y se convirtió en un ámbito codiciado, un lugar donde cultivar el cuerpo, la estética y las relaciones sociales y poner en escena una exhibición de clases en ejercicio de poder y de ocio saludable.
Los lugares de labor siguieron en sus márgenes productivos, machinas, arrabales y tendederos de redes, pero otros planos urbanos y rurales del fin de la tierra firme empezaron a llenarse de paseantes, sombrillas, bañistas, tertulianos, orquestillas, barquilleros, vapores de paseo, casinos, bailes con carnés, concursos de poesía premiados con una flor natural y reseña en los semanarios de estío…
Los pudientes se hacía llevar en casetas con ruedas al baño para remojarse agarrando maromas bajo la entregada supervisión de apuestos bañeros profesionales. Cuando fue necesario expulsar de los muelles céntricos a pescadores y estibadores, se hizo sin miramientos, y por lo general, a menos que las lagunas históricas se llenen con nuevos datos, el pueblo de nuestras costas asistió sumiso a la intromisión de las clases altas en un territorio que él había disfrutado tanto como sufrido. Con sentido práctico, los pejinos apreciaron enseguida el valor de intercambio del litoral y empezaron a emplearse en los nuevos servicios estacionales. El veraneo regio (Leopoldo Rodríguez Alcalde lo contó muy bien desde su simpatía con el régimen) aportaba populismo además de dinero.
Los balnearios se complementaban con hipódromos, campos de tenis, tiro al pichón, restaurantes. Todo ello supuso una fuerte modificación del paisaje, pero las minorías pudientes no necesitaron, en aquel primer estadio de lo que el historiador Alain Corbin llamó “la invención de la playa”, llevar a cabo un asalto brutal a la orografía. Sus valores no estaban dominados por la pulsión de convertir el espacio en un estereotipo infográfico. La demagogia no nadaba en un cenagal mediático. Los mecanismos de incremento de la riqueza de los privilegiados no necesitaban las burdas tautologías políticas de la ingeniería financiera actual.
Los miembros más aventureros de las clases con derecho a la reinterpretación del litoral como ocio no eran demasiado exigentes. Aceptaban ciertos riesgos. Aprendieron a deambular por los acantilados sorteando los peligros del viento y las torcas. Algunos descubrieron tristemente que los caballos de paseo son sensibles a la furia del mar, como atestigua el Panteón del Inglés que en Santander rinde homenaje a William Rowland.
Más tarde, con la industrialización y el consumo, el veraneo se hizo turismo de masas y ocupó con distintas categorías de urbanismo los espacios disponibles. Aunque los ricos no perdieron posiciones y se siguieron reservando las mejores calas, la masificación de las clases medias asaltó la costa y adaptó el espacio a la ideología del ocio consumista. La evolución de ese desarrollismo, y en gran medida su declive, ha conducido a una reelaboración que tiene mucho de huida hacia adelante o de fracaso premeditado y que, si una sociedad cada día más cabreada no lo impide, cumplirá su función de desplazar dinero y patrimonio públicos hacia manos privadas con una excusa simple: puesto que lo multitudinario no puede ser lujoso (el lujo al alcance de todos es una falacia que aleja a los multimillonarios hacia destinos más exclusivos, exóticos o artificiales), debe ofrecer un espejismo de cemento y ruido, abundante en neón y exhibiciones de aerobic, que simule el ideario vacacional de la propaganda televisiva. Y eso, por supuesto, incluye al paisaje, que no suele valorarse como tal, sino como una pantalla que hay que llenar de estereotipos.
Así, entre hoteles y campos de golf, los paseos deben ser asépticos, regulares, fáciles. Eso no quiere decir que antes fueran difíciles. Todo es mejorable, pero la senda litoral que justifica este artículo ha sido transitada sin problemas desde hace siglos por todo tipo de gentes.
En la misma zona donde el autor de libretos de zarzuelas José Jackson Veyan perdió a su amigo Rowland, que también contiene la playa de El Bocal y lo que queda del Puente del Diablo, el Ayuntamietno de Santander y las autoridades marítimas con competencias para ello se han empeñado en hacer del camino de Cabo Mayor una especie de paseo-mirador, para lo cual, sin contemplaciones, se han destruido las piedras, cementado los caminos y expulsado a la vegetación, supongo que porque, en el modelo turístico imperante, todo lo que no sea ortogonal, esférico y, en general, regular, es un estorbo indigno de formar parte del paisaje o de los accesos a su visión, independientemente de que el paisanaje lleve siglos haciendo un uso continuado del lugar.
Ya que los pobres cada vez son más pobres y los ricos son demasiado ricos, podemos pensar que el estereotipo de turista medianamente acomodado que presentan como coartada los gestores abanderados del bien común es fundamentalmente imbécil y alérgico a las formas naturales. Curiosamente, es el modelo ideal para justificar las obras y el gasto público previo a la privatización de terrenos costeros con la excusa de un desarrollo probablemente inviable por falta de clientela, pero eso no importa mucho, ya que el riesgo económico lo asumimos todos y la supuesta iniciativa privada puede adaptar las condiciones de las concesiones mediante los chantajes habituales. Me estoy acordando del superpuerto de Laredo, pero no quiero salirme de la senda de Cabo Mayor, que ha sufrido a toda prisa (aceleraron las obras en cuanto empezaron las protestas) un proceso planificado de homogeneización, es decir, de destrucción, aplastamiento, anulación de la diversidad geográfica y estética, para adaptarla al funcionalismo sin matices de las finanzas. De este modo, el mantenimiento posterior se reduce al mínimo, se evitan los desequilibrios del medio e incluso se enmienda la erosión, esa técnica escultórica equivalente a una verdadera escritura automática, que tanto molesta cuando, por ejemplo, hace desparecer las pruebas de las llegadas de barcos de piedra cargados con cabezas de mártires.
A la vista de los planes expuestos, es de esperar que se produzcan nuevos y mayores actos de vandalismo institucional, siempre en la misma línea de considerar que las piedras no son geografía, para hacer de los lugares isotipos de la fachada litoral (la autoridades dicen “frente”, como en un lapsus militar que delatara la agresión) que apenas empezó a prefigurarse en los tiempos de los jinetes de los acantilados y que hoy desdeña la ciudad interior y la mar de los marineros con la misma intensidad con que busca convertirse en una postal digitalmente manipulada. Ya saben: puro emblema suplantando su propio paisaje.

Logo-rally de Sotileza

Un logo-rally o recorrido obligado es una constricción oulipiana que consiste en escribir un texto en el cual aparezcan obligatoriamente, en un orden previamente establecido, una serie de palabras. A modo de esbozo de pastiche en homenaje a José María de Pereda, he elegido el glosario de voces técnicas y locales que añadió al final de su novela Sotileza. Puede consultarse aquí.

Caboteaban arenques. Como abarrotes llevaban mallas de limones y ristras de ajos y cebollas. La mar estaba tan quieta que habían puesto alas en todas las velas. El patrón peroró sobre aligotes y amayuelas como un predicador del Pequod mientras sacaban a las amuras, bajo las arrastraderas, las artes de pescar. Consiguieron unas piezas hermosas que devoraron asadas. Al acercarse a la barra, se cruzaron con varios grupos, los remeros apretados contra las bagras para soportar los bandazos, buscando ganar un espacio tranquilo donde barloventear las barquías y salir del despotismo del barquín-barcón. También alcanzaron buques mayores con pasajeros ociosos en las batayolas y marineros que revisaban parsimoniosos las bitaduras, veleros ufanos de hacer bolinas hasta rozar el agua con las bordas y otros más de agua dulce que enseguida encontraban un pretexto para hacer bota arriba a la banda. Nada nuevo entre la brisa ni bajo el sol, que, a ratos, parecía teñir la calima con botabomba. En cuanto entraron, sin esfuerzo, en la bahía, prepararon las bozas para liberar el ancla. El branque oponía menos resistencia en aquellas aguas civilizadas; arriba, las burdas perdieron tensión.
Acodados al cabel, los tripulantes, con la fachada de la ciudad todavía a varios cables, alimentados por la cacea, pensaban en las cafeteras de ritual. Los reflexivos de los muelles calaban aparejos; algunos buscaban mayor calo lejos de los pantalanes cancaneados de algas y chapapotes; otros capeaban en botes las escasas corrientes del puntal. El groom, que quería aprender, liberó el capón. Cargaron todas las velas. Fijaron los cubos a las carlingas. Había sobrado carnada y las gaviotas lo sabían. Sobre las maderas renegridas del embarcadero, mujeres con carpanchos formaban un carrejo parlanchín, cazaban cabos de bultos de estiba, ceñían viento, luz y neblina con ropajes de mahón y se burlaban de los pescadores que se exhibían ante las más jóvenes ciando como borrachos, cinglando botes entre los pataches o fingiendo querer cobrar a pulso las amarras para trepar a las cofas y apostar sobre coles imposibles contreminándose los unos a los otros. Los recién llegados, pequeños mercaderes y formados en costeras, no eran cubijeros; y, en efecto, sin cubijos ni ceremonias, gritaron a los que dormitaban en las chopas de las lanchas que no estorbasen la maniobra y sacasen los remos de las chumaceras si no querían acabar como chumbaos perdidos.
Esa misma tarde, en la taberna, el patrón contó la deriva torpe que casi les había llevado a desborregar la carga, desguarnida con el buque dormido cuando un cabo se había roto como una driza barata.
La taberna lucía empavesaduras de banderas lejanas, aparejos que nunca habían sido encarnados y grandes espejos. Había que descender tres escalerones desde la calle y, en tiempos de lluvia, todos se burlaban por la ausencia de escobenes. Una gran lámpara, hecha de una rueda de timón, de la que colgaban quinqués sujetos por escotas a las nueve cabillas, iluminaba toda la eslora del salón. Para encenderla, había que bajar la rueda mediante una polea y un cabo que se sujetaba mediante un estrobo a una cornamusa situada detrás de la barra. Era un espectáculo ver al propietario, antiguo bañero, subir el montaje de una sola estropada o hacerlo filar con una sola mano sin que las filásticas le hicieran ni un rasguño. Exhibía en un lugar destacado un retrato veraniego en el que ostentaba músculos, bigote, sombrero de ala ancha y camiseta a rayas apoyado en un bauprés para destacar, bronceado, contra la blancura del foque.
Se hablaba en las tertulias, por supuesto, de galernas y olas que alcanzaban los galopes, de garetes angustiosos, de garreos largos como travesías americanas, de bandazos hasta las guindas y de monstruos marinos que incendiaban las lascas.
Pero también del mal gobierno de los puertos y de privilegiados exentos del limonaje, normalmente navíos enlucidos hasta las lumbres de agua que entraban temiendo las salpicaduras de los macizadores, pero cuyos dueños condecorados no despreciaban unos buenos maganos a la plancha y acudían en manjúas de estío, sin mezclarse con los mareantes, a los restaurantes bien asentados en la costa, siempre a salvo de maretazos, con masteleros de adorno en los jardines, y engullían mediosmundos de sulas y mocejones mientras oteaban con prismáticos germánicos los movimientos del Muelle-Anaos y las inclinaciones de las pedreñeras que sacaban muergos al otro lado de la bahía. Y encima afirmaban sin rubor que eran capaces de orzar un velero como cualquier habitual de las quebrantas.
No hace falta decir que los navegantes de la taberna vestían más bien de pallete, calzaban suelas ásperas para no resbalar en los paneles, limpiaban los pantoques con orgullo por necesidad, y no para presumir, eran en su mayoría parciales, pero sin exageraciones, apreciaban la parrocha fuerte, se hacían llamar pejinos, llevaban siempre un pernal en el bolsillo, sabían geometría porque el pico de cangreja tiene ángulo, respetaban lo mismo una pinaza que un vapor y se hacían respetar a piñas aunque con ello no ganasen ni un fardo de porreto.
Después de la primera noche de arribada, el patrón se sabía obligado a pasear parte de la mañana (era un caluroso tardío, húmedo pero sin lluvias) por las dársenas y careneros; mejor en el momento de la bajamar, para ver las pinturas que descubría la marea.
No faltaban los raqueros. Se aventuraban furtivos hasta los raseles de los buques. Saltaban al agua, entorpecían las remas, hurtaban esquifes y obligaban a las naves a rendir las bordadas antes de tiempo. Pescaban mules de reñales ajenos, se burlaban de las resacas, rodeaban a largas brazadas los resalseros, desplazaban rizones y despreciaban por igual la ropa de agua y la de tierra. Para vivir a la santimperie y escamotear sargüetas no hacían falta sotilezas ni suestes. Y siempre era más bella la plata de una sula que la de una copa de surbia.
Bajo los entoldados de la machinas, trataba de robar tabales, rollos de tanza, lo que fuera. Y casi siempre tenían que huir en tapas para ganar la orilla segura donde escondían el tabaco y allí hacer círculo y apenas meditar, fumando tapándolas hasta la asfixia, que los hubieran apalizado con toletes de trincarlos o que en la fuga podrían haber sucumbido a una troncada y explotar como ufías. También iban a buscar ujana para venderla, pero sólo cuando upar estaba muy difícil porque los carabineros se empeñaban en hacerlos virar por avante y mantenerlos alejados de los zonchos.
Todo lo cual se reflejaba en el pasado de nuestro navegante como las nubes se confundían con la mar.
Hacia el mediodía, la nueva carga estaba apalabrada.
Quizá sólo los marineros comprendan de verdad el clínamen.

Un viajero del otoño de 1894

El escritor francés René Bazin, agrarista, católico y tradicionalista, se dio una vuelta por Santander en septiembre de 1894. En Bilbao, el padre Coloma le había aconsejado visitar a Galdós y a Pereda. Encontró al primero en su residencia (“un sitio maraviloso desde donde la mirada puede vagar por toda la bahía”) y don Benito, que admiraba a Pereda y su obra, y quizá conocía las afinidades de Bazin, insistió en que lo visitara en Polanco. Lo hizo. Le entusiasmaron la sabiduría literaria de Pereda y su defensa del medio y la cultura rurales, y parece que se sintió algo desconcertado por su carlismo militante. Se despidieron “como dos personas que empiezan a quererse y no van a volver a verse”.
Anécdotas de escritores aparte, el recorrido de Bazin por Cantabria no le proporcionó una actividad social muy intensa, pero le permitió a cambio escribir algunos párrafos con descripciones y sensaciones que, creo, merecen una lectura. Si algo me ha sorprendido de ellos, es el raro acuerdo entre un desconocido desconocedor y un imaginario asumido en estas tierras. Pero no se trata ahora de entrar en profundidades.

La mejor manera de ir de Bilbao a Santander es por mar. El ferrocarril da un gran rodeo, y baja hasta Venta de Baños para luego volver a subir hacia el norte. Una línea de vapores, que, por desgracia, sólo funciona durante los meses de verano, sigue la costa cantábrica y pone las dos ciudades a cinco horas la una de la otra.
(…)
Doblamos una serie de cabos con acantilados enormes, desnudos, desmoronados, hendidos por las olas, y, de repente, se abre una bahía lo bastante profunda para que no se vea su fin, y las montañas que cortaban el horizonte se alejan en menudos encajes malvas, y la orilla derecha se llena de islotes verdes, de arboledas que rodean pequeños cuadrados blancos que se aproximan, que se mezclan, que se convierten en una ciudad. Avanzamos lentamente; hay tanta luz, tanto cielo, tanta bruma fina sobre las cosas, que pienso en los dos escritores, y comprendo.
Ya pueden ustedes suponer que, con semejante suavidad en sus costas, una ciudad no puede dejar de adormecerse. Santander es menos activa que su rival Bilbao; tiene lagos muelles donde amarran algunos navíos a vapor, veleros, dos grandes steamers que calientan motores para algún destino lejano; tiene casas de baños, artistas, ricos comerciantes, todo en la costa elevada que bordea el golfo y que acaba en un espolón de rocas de un amarillo ardiente flanqueado por dos playas.
(…)
Si quieren saber, amigo mío, lo que he hallado de novedoso en estas leguas de campo recorridas al trote lento de mi coche, le diré que, primero, la propia carretera, llena de baches, polvorienta, bordeada de árboles enfermos; después, los bosques de eucaliptos, que abundan en la costa, bosques muy altos, tupidos sólo en lo alto, olorosos y sombríos como pinares sin brillo en las hojas; una mujer que llevaba sobre su vestido gastado el cordón negro de una orden terciaria; hombres en blusas muy cortas, color salmón con rayas negras o azules con rayas blancas; una caseta de perro, delante de una granja, con la inscripción “guardia jurado”; un tenderete lleno de bonitos cántaros modelados en forma de pájaros con círculos de pintura roja alrededor de los cuellos; casas pobres que parecen abandonadas y dejan colgar junto al camino sus ristras de cebollas rojas y de maíz dorado.
(…)
En el muelle de Santander, donde compro un cigarro, la vendedora me saluda con esta expresión de despedida encantadora: “¡Vaya usted con Dios!”. Un aduanero se pasea por el lugar donde se produjo la explosión. Se envuelve en un abrigo escarlata y negro que le da un falso aire de turco. De la terrible catástrofe del 4 de noviembre de 1893, apenas quedan algunos rastros: un agujero en el muele de carga al que estaba amarrado el buque repleto de dinamita; barras de hierro retorcidas, dispersas por la calle o en los jardines descuidados de la catedral. Las veintitrés casas destruidas por el incendio han sido reconstruidas más bellas que antes. Los muertos han sido olvidados. Hace una noche luminosa, templada, de una paz casi demasiado grande, por encima de este teatro de tantas agonías. Los muelles se pierden hacia la mar; la mirada los sigue por el reguero de luces de gas cada vez más cercanas y brumosas; la bahía, de un azul irreal, transparente, sin una arruga, aclarada por la luna, refleja los barcos, las luces de a bordo, las estrellas; en la orilla opuesta, se adivinan confusamente montañas con formas de nubes y cimas de plata. Parece uno de esos paisajes románticos, trazados con mosaicos de nácar, de los veladores antiguos. Antes me reía de sus colores inverosímiles. Y ahora encuentro aquí, en esta noche de otoño, el sueño realizado de los artesanos de Nuremberg.

René Bazin. Tierra de España (1895).

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