Preverano con Franz y Sigmund

Llevaba toda la noche soñando que una inundación medio sumergía la ciudad, y le gustaba porque podía pasear en barca (una pequeña barca de remos que movía sin esfuerzo) entre los edificios y saludar a la gente que se asomaba a las ventanas. Y era una pena por los comercios, pero el día era espléndido y poco a poco las que habían sido calles y ahora eran canales se iban llenando de embarcaciones como la suya y más grandes, algunas de lujo, algunas enormes, que la verdad estorbaban un poco, y la gente pescaba desde las bordas con cañas adornadas con cintas y banderines de colores alegres, y luego asaban los pescados en parrillas montadas sobre balsas atadas a muertos por orinques (como decían sin pena los que ahora parecían haber sido siempre marineros) y la gente los comía con las manos y los acompañaba con vino o cerveza y todo era muy barato, demasiado barato, dijo alguien. Y se preguntaba cómo era posible que todos tuvieran embarcaciones y de dónde había salido tanta pesca sí ahí abajo sólo había asfalto y farolas y semáforos y más abajo aún alcantarillas, y muchos decían que lo mejor sería despertar del sueño antes de que las cosas se torcieran, ahora que todo iba bien y las almejas a la brasa tenían ese delicioso sabor salino.

Objeto encontrado

La impresora de la recepción del hotel (una máquina arcaica y matricial) no dejó de chillar en toda la noche. Al alba, gracias al bate de béisbol olvidado en el paragüero de la entrada por un turista melanesio, pareció evidente que la falacia inevitable del destino también alcanza a las cosas. Los paraguas, no obstante, se mostraron escépticos.

Maurano Cántabro, víctima de un milagro

Introito

En el principio, el poder separó las aguas de la tierras y las almas de los cuerpos.

De lo primero puede aceptarse como prueba la abundancia de limos, légamos y piélagos plagados de vidas primarias.

De lo segundo no hay rastro y, a juzgar por la avidez de humedad y sal de los sentidos, bien pudiera decirse que buscamos el placer en la materia con más éxito que al alma en las oraciones.

I

Maurano Exsilente dijo en público que la Anunciación era un crimen y que todo milagro implicaba una condena. Por estas palabras tuvo que huir. En Oriente, ejerció de astrónomo y pintor de frescos.

Cuando los griegos quisieron recuperar el esplendor del Pórtico de las Pinturas, le encargaron una obra libre que indujera al pensamiento, y él pintó un extraño recorrido que le hizo famoso en algunos ámbitos. Era un largo rectángulo en el que, con forma de río de amplios meandros o bustrofedon (esto es, con la vuelta ajustada del buey que ara) se sucedían las estampas según el itinerario que relató en una carta a un cofrade. Sigue leyendo

El puente

Los miembros de la caravana parecían haber adoptado hábitos y medios de transporte de lugares muy distantes entre sí. Era una tribu transparente que venía de muy lejos. Llegaron un día de primavera y se establecieron en un claro a la orilla del río, allí donde el cauce era más estrecho y la corriente más tranquila y había una piedra pulida y blanca en medio del curso con una rara forma de estatua de hombre orante, como encargado de apaciguar las aguas, que lo rodeaban sin espuma ni salpicaduras, a diferencia de las rompientes que más abajo, a la vuelta de un meandro, servían de catapulta a los salmones. Alguno de esos peces fueron el plato principal de la fiesta que sucedió a la instalación del campamento.

No parecían dispuestos a permanecer allí mucho tiempo. Montaron tiendas con pieles y carretas, cavaron letrinas en la linde del bosque, moldearon un hogar de arcilla, encendieron fuego, asaron la pesca, repartieron vino y prolongaron el festejo hasta el alba. Eran gente rítmica y sensual. Tenían címbalos, crótalos, flautas simples y pánicas, rabeles, zanfoñas, timbales, sistros. Sabían cantar y bailar. Las hojas de las mimbreras vibraron con los encuentros. Como por hipnosis, el compás del sexo se acordó al paso del sopor y algunas parejas o conjuntos no cedieron en el empeño ni durmiendo.

Sigue leyendo

Paquidermo

El nuevo vecino poseía la cabeza disecada de un elefante. Los encargados de la mudanza, como no pudieron meterla en el ascensor, intentaron subirla por la escalera, pero sólo consiguieron que los largos colmillos arañaran las paredes. La dejaron en el portal, boca arriba, y parecía un ser extraño, un monstruo vencido que miraba al techo con unos ojos muy pequeños, grises y hundidos en cráteres estriados, como de tierra seca. Una placa de cobre afirmaba que el animal, abatido en Angola en 1955, había pesado doce toneladas y media. La trompa, artificialmente levantada, resumía todas las miserias de la falocracia que había organizado la cacería.

“Este vecino nuevo debe de ser un hijo de puta”, dijo el portero.

Trajeron un camión con una plataforma de brazo articulado y telescópico, el más alto grado de perfección en la elevación de objetos, pusieron la cabeza en la jaula y la alzaron hasta la terraza, a la que sólo por un instante se asomó el propietario para hacer con la mano una indicación innecesaria, de manera que, sin que su presencia lo convirtiera en una figura descriptible, su autoridad quedara patente.

Pocos días después, cuando la comunidad se reunió para hablar de los desperfectos de la escalera, el secretario del nuevo vecino entregó un cheque por una cantidad tres veces mayor de la estimada.

“Un auténtico hijo de puta”, manifestó el portero.

Rumor

A causa de un problema en un tímpano, ella oye a veces un zumbido inexistente.
Algunas noches, mientras ella duerme, él permanece despierto, escuchando esa sonatina de olas mentales.
El amor tiene esas cosas.

Esquinas opuestas

En la esquina de la ferretería. En la esquina de la pastelería. Aunque no es homofonía, una imprecisa homogeneidad sonora se manifiesta en los derivados profesionales, como si el artefacto del lenguaje hubiera sido perezoso a la hora de distinguir los sonidos de los nombres de lugares propicios para las citas; y hay que añadir al problema las malas condiciones de la comunicación: en el teléfono, de fondo, se oía música lejana, parásita, tonta.

El primero en llegar se apostó en la esquina de la ferretería. Hizo lo que todo el mundo: miró el reloj (era un poco pronto), oteó calle arriba, calle abajo, la otra acera. En la esquina de la pastelería se situó poco después el otro, que llegó por la cara oculta del edificio, e hizo los mismos gestos, pero añadió el acto también común de encender un cigarrillo. El otro no fumaba: mascaba chicle. El chicle lo desenvolvió cuando comprobó que su amigo llevaba diez minutos de retraso.

Bajo la esquina de la pastelería, el fumador, al tercer cigarrillo, se quedó sin tabaco, pero no se atrevió a ir en busca de otro paquete por si en eso llegaba el otro y se creía que era él el retrasado. Así que se puso más nervioso. A los quince minutos de espera ya estaba cabreado.

Era el final de la tarde. Por la esquina de la ferretería anochecía primero; en el escaparate, el crepúsculo se apoderó de una llave grifa roja, de un martillo, unas tenazas, unos guantes de operario de altos hornos. Un poco después llegó el ocaso al territorio de los pasteles, ya un poco apelmazados, de la tarde pasada sin golosos. El que esperaba allí no quería mirarlos por no parecer glotón y porque ya no estaba de humor. El otro, sin embargo, no quitaba ojo del martillo. El de la pastelería ya no estaba ni cabreado. Su enfado era lento y cáustico. Entró al bar sin prisas, compró tabaco, encendió un cigarrillo, salió, se alejó de la esquina, miró atrás, paró un taxi, subió. Mientras el vehículo se alejaba, miró atrás de nuevo.

El de la ferretería se alejó caminando con las manos en los bolsillos.