Geles

Pasamos los días probando geles sin nombrarlos; todavía no hay marcas populares, quizá porque su fabricación ha hermanado en la competencia por lo genérico a las empresas de alta perfumería con las de limpieza y bebidas: hay mercado para todos.

Están presentes en todas las paradas, mostradores, mesas, armarios, probadores, junto a todos los ordenadores, sobre los veladores de los anticuarios y al lado de los catálogos de bodegones de las galerías. Cada vez aparecen de más estilos y grados, como las bebidas espirituosas. A todos los llamamos geles, pero la mayoría apenas pasan de líquidos, como si la densidad fuera una rémora en un mundo con miedo y prisa. La condición gelatinosa puede contener tentaciones hedonistas y no están los tiempos para pausas voluntarias.

Hemos reinventado el gesto del creyente al pulsar el agua bendita de las pilas que presiden las entradas de los templos: ahora alzamos la palma de la mano hacia la fuente e imponemos el pulgar. Hay distibuidores automáticos, sardónicos, que expelen espuma con un gruñido burlón, y aerosoles que vaporizan aguijones contra el universo de Flügge.

En cada estación, entrada o servicio, tienen una textura, un olor, una temperatura distintas; a veces el color varía de luces ambarinas a verdosas o azuladas, pero predominan las tonalidades heladas que parecen contradecir su tendencia a diluirse en el calor de la piel emitiendo vahos optimistas o desanimados, según sean la miradas o las expresiones que acompañen a los gestos de embadurnarse las manos, anudar y desanudar los dedos procurando no olvidar ningún pliegue del tiempo o del espacio mientras se busca la mejor manera de acceder al edificio manteniendo las distancias.

Llevamos botellines en los bolsillos y cada vez los sacamos menos furtivamente al bajar del autobús, salir del ascensor, dudar si no debimos tocar el timbre, hojear el periódico, usar el teléfono. Después, los devolvemos a los bolsillos como quien enfunda una pistola.

Aunque seamos de los que detestan la persistente comparación de la situación con una guerra y sospechemos que eso sólo interesa a los que se apuntan las victorias, tratamos de afrontar lo invisible con lo volátil como quien se pinta una armadura de relatos de microbatallas. Pero, por suerte, la ciencia es mucho más que magia.

Santander, 1913: Polizones

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La noche del viernes 31 de octubre de 1913, a pesar de la surada, hubo en la bahía de Santander mucho movimiento de pequeñas embarcaciones cuyos trayectos, fingidamente erráticos, convergían en un trasatlántico fondeado a la entrada del puerto. Se llamaba Pardo, desplazaba 4538 toneladas, alcanzaba los 12 nudos y tenía dos cubiertas y una disposición peculiar del castillo de proa y el entrepuente. Había sido construido en 1904 en los astilleros de Belfast por Harlam & Wolff para la Royal Mail Steam Packet Co. (conocida por los hispanohablantes como la Mala Real Inglesa) y formaba parte, con el Potaro y el Paraná, de un trío dedicado a llenar sus grandes bodegas refrigeradas con carne argentina, descargarlas en Gran Bretaña y habilitarlas para llevar a Sudamérica cientos de emigrantes de España y Portugal a 200 pesetas el billete de tercera.

El Pardo tenía fijada la partida para la mañana siguiente. Durante el día, se habían sucedido las idas y venidas de las lanchas de la naviera para trasladar provisiones y viajeros. A éstos se sumaron, con permiso o no de los tripulantes, familiares y amigos empeñados en prolongar las despedidas. Pero, cuando el anochecer y la firmeza de los oficiales impusieron la calma en cubierta y los carabineros expulsaron a los últimos borrachos de los muelles, empezaron los merodeos de los botes furtivos buscando oportunidades de embarcar polizones.

El puerto, entonces, estaba integrado en la ciudad en todos los sentidos, que eran muchos. Junto a la impostada normalidad, las proclamas reglamentarias y la ceremoniosa circunspección de los representantes de los poderes y burocracias subsidiarias del comercio, la pesca, el cabotaje y los grandes cargos, el panorama cotidiano -y aún más cuando las veletas dudaban en la oscuridad si rolar al noroeste- mostraba sin tapujos un flujo constante de movimientos informales, abigarradas actividades gremiales e individuales a veces violentas, generalmente ilegales o turbias y, sin embargo, tan fieles a las mareas y navegaciones como los oficios mejor considerados. Además, la integración social y laboral y la estructura urbana (entonces las dársenas no estaban cercadas) hacían de las ciudades portuarias fronteras imprecisas donde la pobreza forzaba ciclos de quieta supervivencia y actos disparatados. Los grandes negocios, por supuesto, se dirimían en otros sitios. En Santander, no demasiado lejos, en el paseo de Pereda, antes simplemente la Ribera, los consignatarios y banqueros tenían miradores para contemplar su obra, lo mismo los grandes paquebotes que los elegantes veleros y las ruidosas carboneras, sin dejar de quejarse de la pesca, el bullicio y el hollín al rematar las jornadas en El Sardinero.

Como en la mar mandan las corrientes, y no habría historia en Costaguana sin la encerrona nublada de su ensenada, antes de planear sobre el movimiento de la bahía, hay que indicar que las anclas del Pardo, fondeado a la entrada del puerto, habían garreado por efecto del viento y lo habían acercado a los muelles. Eso facilitaba las cosas a los que apostaban por la emigración clandestina.

Se ignora cuántos polizones intentaron embarcar aquella noche y, de ellos, cuántos lo lograron y cuántos fracasaron. Quizá se averiguara qué fue de los primeros si se rastreasen los censos de conventillos y vecindades de Latinoamérica; pero en cuanto a los segundos, los frustrados, aunque la mayoría debió de volver sin problemas, es imposible poner número a los que perecieron o consiguieron salvarse a duras penas tras zozobrar sus botes, manejados muchos por manos inexpertas. Sabemos, eso sí, que al menos dos fueron descubiertos por la tripulación ocultos en el buque y un tercero fue rescatado del agua cuando estaba a punto de ahogarse. Este, de ambigua posición, es el que nos interesa.

Se llamaba Manuel Toca Torre, alias Chispero, de 26 años, vecino de la cuesta de Gibaja, y les dijo a sus salvadores, un oficial y un marinero ingleses y un camarero español duchos en lanzar salvavidas, que había subido al barco por un cabo para despedirse de unos emigrantes y se había caído a la bahía cuando el bote que lo había llevado ya estaba lejos. No era buen nadador. Se vio mal y pidió socorro. Le proporcionaron mantas y lo convidaron a coñac.

Al amanecer, la lancha de la Comandancia de Marina se llevó a los polizones descubiertos. Unos años antes hubieran pasado un tiempo en los calabozos municipales por encargo de la Autoridad Naval, pero la abundancia de casos había suavizado el tratamiento de un problema irresoluble. Al fin y al cabo, por mucho que se molestasen las navieras, la opinión pública estaba a favor de los emigrantes: hacer las Américas era un deseo legítimo.

En julio de 1891, por ejemplo, estaban presos 28 polizones. Como las resoluciones se demoraban, un concejal pidió que se enviara a sus lugares de origen a los foráneos y se buscara una solución para los locales. Poco después, se solicitó a Gobernación que se diese a los detenidos de este tipo la libertad a cambio de trabajar en obras municipales. Más tarde, se empezó a resolver el asunto con una simple multa que pocas veces se cobraba.

Manuel “Chispero” Toca tenía antecedentes. Con sólo 15 años, había estado envuelto en una pelea en un bar de Cueto. Por esa misma época había recibido un disparo sin consecuencias graves mientras él y otros chicos jugaban con una pistola en la dársena de Molnedo. El arma nunca fue encontrada. También había sido denunciado y sancionado varias veces por agresión, intento de robo, escándalo y hurto; sin embargo, siempre se libró de condenas mayores. Además, le gustaban las fiestas desaforadas: ya en los años 30, tendría que indemnizar a dos vigilantes portuarios por romperles los capotes durante una borrachera en colaboración con Elingin Leongarden, noruego, de 25 años, soltero, marinero, tripulante del vapor Homledal, y Georg Asklund, sueco, de igual edad, tripulante del vapor Willian. Ese carácter internacionalista de Toca en los albores de la República concuerda -por lo menos desde la ironía- con su costumbre de manifestar ideas antimonárquicas: en más de una ocasión, estando en apuros, había buscado en vano la ayuda de un concejal del Directorio Republicano.

El abordaje del Pardo no hubiera pasado de un suelto en la prensa si, diez días después, no hubiera aparecido en la bahía el cadáver de un hombre que fue identificado como Manuel Collado Arroyo, alias Manoliqui, de 25 años, casado y con tres hijos, de oficio botero y conocido por dedicarse, entre otras cosas, a embarcar polizones en los trasatlánticos. Collado faltaba de su casa desde el día 31. Su esposa había llegado a sospechar que estaba camino de la Argentina. Los forenses dictaminaron que había muerto ahogado.

Entonces habló con los periodistas Benigno Verdeja Valle, de 18 años, que afirmó haber visto al difunto a las 12 de la noche en la dársena acompañado por dos individuos a los que se disponía a embarcar en el vapor inglés. Benigno les había ayudado a abordar y soltar el bote de Manuel Martín, el Andaluz, que no se hallaba presente. Oyó que a uno de ellos lo llamaban Chispero. La policía empezó a investigar cuando la prensa decidió que la noticia lo era de portada. El conservador La Atalaya bramaba especialmente contra las prácticas del hampa portuaria y ponía el punto de mira en gente sin remedio, decía, como Toca.

El Andaluz informó de que el bote le había sido sustraído la noche de autos y que, varios días después, lo había encontrado intacto, amarrado (por la forma, durante la bajamar) en el muelle de Maliaño, en la machina de hierro del ferrocarril cantábrico.

Interrogado Chispero, afirmó que Collado lo había llevado al Pardo, que no había un tercer hombre, que había caído del buque cuando ya estaba en él y que el botero se había ido sin saberlo.

Así estaban las cosas cuando, dos días después, el 13 de noviembre, apareció otro cadáver.

Servando Neira Rey, de 20 años, era un gallego de Barcarizo, huérfano y con cinco hermanos menores acogidos en un asilo. Hasta hacía pocos meses, residía en Hazas de Cesto ejerciendo labores diversas, incluida la de músico en una banda ambulante. Se había establecido en Santander cuando el industrial afilador de la calle Atarazanas Antonio Camba y su esposa, Carmen Formosa, también gallegos, lo habían empleado por dos reales diarios, manutención y lavado de ropa.

En la chaqueta del traje negro barato que vestía, llevaba Neira un reloj de acero, una carta y una fotografía.

El reloj estaba parado a las 11 y 5 cuando lo encontraron. Más tarde, en el juzgado, un amanuense vio que señalaba las 11 y 20 e hizo constar que, no habiéndosele acabado la cuerda, había vuelto a andar espontáneamente pese a haberse llenado de agua.

La carta era la que los Camba habían enviado a Servando para invitarlo a trabajar con ellos hasta ahorrar lo suficiente para irse todos a Buenos Aires.

La fotografía era de una joven con falda oscura y blusa clara, llevaba el sello de Quintana, calle San Francisco, y supuso una pesquisa circular. Los Camba tenían entendido que Servando tenía una novia, para ellos desconocida, en la cuesta de la Atalaya. El fotógrafo recordó que tenía varias clientas en la zona, entre las costureras del taller de Manuela Varela. La chica resultó ser la hija de los Camba, Josefa.

No se registran consecuencias familiares del descubrimiento. Interrogada Josefa, dijo que su relación con Servando era trivial, inocente. No comentó la foto. Pensaba que el joven se había ido a América y propuso que le preguntasen a su tío Manuel Formosa, que siempre andaba con él.

Formosa, figurante desabrido en la barra de un figón, negó conocer a Servando y la prensa desató contra él una andanada racista: fue tachado de gallego ladino y receloso. Parece que nadie volvió a molestarlo.

El inspector jefe de vigilancia, don Fernando Alcón (sic) tomó cartas en el asunto. La prensa progresista le había afeado alguna vez la aplicación de correctivos humillantes a los detenidos. En concreto, los obligaba a permanecer de rodillas en la prevención. Era más dado a las conferencias de clubes y casino, actos sociales de beneficencia, taurinos y, por supuesto, oficiales, pero, ante la situación mediática, hay indicios de que podemos imaginarlo subiendo, escoltado por un par de guardias uniformados para disuadir a los demasiado curiosos, al segundo piso del número 3 de la calle Tableros, donde doña Rosalía regentaba la fonda en la que trabajaba Chispero como mozo de estación.

Chispero, en el cuarto más discreto, con cara de viejo conocido de la policía, pero no sin temor, afirmó que la noche del 31 de octubre había ido con Manoliqui -y nadie más- al Pardo para despedir a unos conocidos y se había caído del bote. No explicó la diferencia con la primera versión, según la cual había caído del buque cuando ya estaba en él.

La dueña de la fonda también habló. No creía que Toca hubiera querido emigrar. Pensaba que, en efecto, fue a despedir a unos emigrantes que había estado alojados en el establecimiento y no le parecía inverosímil que lo hiciera a las once de la noche y subiendo por la cadena del ancla, por una maroma o como fuera.

Puede que por la intervención directa del jefe de policía (que, no obstante, enseguida se apartó de los focos, quizá evidenciando que allí quedaba poco tema) y la agitación de los medios, encabezada por el conservador La Atalaya (que apuntaba sin dudarlo a un hecho criminal) y el liberal El Cántábrico (que situaba el caso en la categoría de accidentes habituales e inevitables), la lista de testimonios publicados aumentó y, con ella, las contradicciones.

Algunos declarantes rectificaron lo que habían dicho antes o añadieron datos omitidos. Así, Carmen Formosa informó de una conversación que Servando había mantenido con Chispero para que este le organizara el embarque por nueve duros con Manoliqui como tripulante. Confirmaba, pues, que Chispero era un embarcador de polizones profesional. Sin embargo, 45 pesetas era un precio excesivo.

Se sucedieron también los testimonios de los boteros de los muelles; sin duda, eran los trabajadores del margen mejor informados, pero también poco proclives a ser sinceros con las autoridades, aunque, desde lecturas menos inquisitoriales, su hábiles fabulaciones no se privaban de un lúdico trasfondo de resistencia naturalista a los voceros oficiales.

La idea fuerza -por utilizar la terminología militante de la época- mantenía que la noche del 31 de octubre, como muchas otras veces (¿se esperaban las noches de abordaje migratorio con la resignación que los atuneros esperaban las virazones que devoraban las barquías?), un número indeterminado de polizones habían desaparecido sin que hubiera manera de saber si habían embarcado en el Pardo o seguido la suerte de Manoliqui y Neira. Varias familias esperaban noticias de sus parientes y preguntaban discretamente a marineros y pescadores. Eran probables más devoluciones de la mar. El destino de algunos se conocería con los años. Otros quedarían para la duda, la intuición o el medio luto. Quizá algunos no tardarían en volver por tierra si eran descubiertos todavía en aguas españolas. Lo importante era permanecer oculto hasta pasar de Finisterre.

Un tal Santoña corroboró que, por el garreo debido al sur, el Pardo estaba muy cerca del malecón del Muelle, y añadió que los que estaban por allí habían oído voces de auxilio .

Otro, Brinza, sostuvo que Manoliqui, Toca y/o Neira no habían embarcado en el bote del Andaluz. Es más: él había ido con Chispero al Pardo por la tarde en el vaporcillo de la Compañía y había visto allí a Manoliqui. ¿Preparaban el escondite para ir por la noche? Según él, los que hurtaron el bote fueron los miembros de una cuadrilla de torerillos vagabundos liderados por un tal Pedro González. Pero, ante el gran tráfico de polizones y la marejadilla, empezaron a recular y, cuando oyeron gritos, desistieron y amarraron el bote. Pero, entonces, ¿dónde habían embarcado los otros? Pues en la chalupa del buque Cantabria, que fue encontrada al garete y volcada en Astillero.

Otra hipótesis: lo torerillos habían tomado la chalana y, cerca del Prado, encontraron el bote del Andaluz abandonado y saltaron a a él. Al aspirante a novillero Pedro González, de 16 años, no fue posible encontrarlo. Había sido aprendiz de ebanista antes de que le diera por querer emigrar. El día antes de los hechos, su padre lo había sacado de un vapor, pero no sabía si había vuelto a intentarlo.

Benigno Verdejo mantuvo su versión, incluido el color del traje del tercer viajero: era blanco. El de Servando Neira era negro. Cuando se lo indicaron, Verdeja apuntó la posibilidad de dos viajes: Collado, Chispero y otro desconocido en el bote del Andaluz; Collado y Neira, después, en otro bote.

Nuevos hallazgos confirmaron la profusión de polizones. La chalupa de seis plazas de la sociedad de lanchillas automóviles, desaparecida, fue encontrada a la mañana siguiente cerca del lazareto de Pedrosa. En algunos botes de Puerto Chico, con señales de haber sido usados y devueltos, había tablas arrancadas de otros botes cercanos para ser usadas en lugar de los remos que sus dueños habían retirado por precaución.

Aunque no había acusación formal, Manuel Toca Chispero compareció ante el juez el 15 de noviembre. Dijo que el 27 de octubre, en la bolera de Numancia, Manuel Collado Manoliqui se había comprometió a embarcarlo para América por pura amistad, sin precio alguno. Que se habían dado citada para el día 30 en Puertochico a las 10:30 de la noche. Que Collado había acudido a la cita acompañado por Servando Neira y un amigo de éste, el cual había quedado en tierra tras ayudar a embarcar a los demás.

-Mala noche -dijo Toca-. Disforme. Soplaba el sur y la mar estaba muy picada. Llegamos al castillo de proa y subí el primero porque tengo experiencia como polizón. He ido a Veracruz y a Buenos Aires. Subí al vapor por un cabo y corrí hacia el puente para esconderme dentro de un bote de socorro. Estaba aflojando la lona del bote cuando perdí el equilibrio y caí a la mar. No sé nada más.

Negó ser un embarcador, apalabrar con los botes los polizones, regir el negocio desde una “oficina” instalada en un rincón de una taberna de la calle Arrabal cuya dueña hacía de depositaria del pago de los polizones, que podían recuperarlo, salvo una comisión, si el abordaje fracasaba. El juez lo dejó libre sin cargos.

La Atalaya lamentó que Chispero no fuera procesado y que lo celebrara, precisamente, en el burdel que frecuentaba en la calle Arrabal, encima de la taberna mencionada.

Examinando declaraciones, datos paralelos y rumores coincidentes, se puede aventurar un recorrido previo a la noche triste.

Comienza en el baile del ‘Ideal Panorama’, donde Manoliqui y un tal Vizcainuco llegaron por la tarde con dos amigas. Después se dirigieron todos al cine Narbón (echaban “La herencia de Cabestán”, recomendada como “de alto valor moral”), pero por el camino encontraron a Chispero, que le pidió a Collado que lo acompañara a embarcar a alguien, tal vez Servando. Manoliqui confió su entrada a una de las chicas para que la depositara en la taquilla hasta su vuelta.

Se les vio dirigirse hacia Atarazanas. Luego, siendo ya tres, estuvieron bebiendo en el establecimiento de la viuda de Francisco Díaz, en Puertochico. Salieron camino de los amarres. Poco después, un desconocido llegó al bar con la zamarra de Collado y pidió de parte de éste que se la guardasen. Le estorbaba para el trajín del bote. Era una noche de viento tibio, revuelto, que alteraba las mentes y aligeraba las anclas.

El porvenir de una ilusión

Creo que esta foto del artista Marcos Torrecilla merece difusión. Está tomada en un rastro local un domingo negro (así se titula: Black Sunday) después del viernes negro (oficialmente, Black Friday). El brazo pobre se agarra a una pantalla quizá caducada porque ahora los televisores presumen de tener el negro más negro. Y detrás hay libros. Libros en blanco y negro.

Lo llaman viernes negro (ironía del luto occidental) como si fuera un acontecimiento extraordinario, pero sólo es un periodo de aceleración del continuo económico. Si hacemos una representación gráfica, seguro que se parece a la traza de un detector de mentiras de película mala cuando el canalla se declara inocente y el plóter hace ruido de arañas que huyen. Todos lo sabíamos antes de la explosión de hipocresía.

El procedimiento es sencillo. Se desata a la jauría publicitaria. Se busca un nombre en inglés y se etiquetan con él millones de mensajes. Se bajan los precios con mucha retórica de decimales y se envuelve al público en un torbellino de objetos retractilados, dorados, brillantes, rotulados con la montaña rusa del antes y el después y flasheados desde todos los medios, que son muchos: la ciudad entera es una burbuja dentro de un anuncio globalizador.

Hay que rendirse a la evidencia: es mejor comprar mucho y barato. Es irrefutable: nada se sale de ese marco. En el conjunto adquirido, se mezclan lo necesario con lo superfluo, que se vuelve necesario porque no está permitido confesar(se) que una compra es absurda: cualquier compraventa es sagrada.

La mayor parte de las cosas desplazadas del fabricante al propietario no tardarán en llegar a los rastros (callejeros o digitales) o a los vertederos (legales o ilegales). La pulsión de la apropiación inútil, las variaciones de la moda, la caducidad programada, todo a la vez hace que el tiempo entre la adquisición y el desuso sea cada vez menor. Los consumidores pobres están condenados a ese trajín. Los ricos saben lo que se hacen. Los autodenominados (aunque muchos no se atrevan ya a decirlo porque se les escapa una risa floja) de clase media se creen muy listos, y ya se sabe lo que pasa con los que se creen muy listos.

El mercado se infla de cosas y dinero en circulación, y eso hace que todo sea cada vez más caro y parezca cada vez más barato. Esa contradicción del dogma es tan evidente que no tiene ningún efecto en el mercado. Hasta tiene lugar en los telediarios, sección buenos consejos. Pero el aviso de basura precoz importa menos que la falta de amor en un orgasmo fingido. Predomina el espectáculo.

Los productos nuevos para masas ya nacen cercanos a la condición de basura. Cada ciclo genera una sucesión geométrica de objetos reemplazados que, tras pasar un breve lapso como indeseados y multiplicarse fuera de foco, salen del limbo a otros niveles del consumo. Es tan poca la distancia entre la compra de la cosa y su abandono que la distancia entre su uso y su huella ambiental tiende al infinito. Quizá venga bien recordar esto para retratar estos tiempos en que Iberdrola y Endesa patrocinan cumbres climáticas, es decir, las convierten en vertederos.

Los ciclos son cada vez más cortos y las orgías del mercado, más frecuentes y más decadentes (es el precio estético del automatismo).

Ya resulta correcto decir que el mundo se hunde por el peso de las cosas y se asfixia por sus emanaciones, pero los que pueden tener cosas de calidad (asentadas en conjuntos jerarquizados, blindados y empaquetadas en forma de chalets, palacios, palacetes, casas, flotas de vehículos, roperos, joyeros…) procurarán que los gastos de sostener lo insostenible los paguen los que consumen sucedáneos. Los grandes medios avisarán en su momento dónde debemos hacer cola.

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Sobre ‘Drogas, neutralidad y presión mediática’, de Juan Carlos Usó

Creo que tendemos a reducir la cuestión de las drogas al problema del narcotráfico, con su épica policial y su victimario, de modo que es difícil introducir en los ámbitos cotidianos otras reflexiones. Es cierto que el debate sobre la legalización reaparece de vez en cuando en los focos de los medios, pero no suele salir de lo especulativo, y una suma de tenacidad moral y de intereses o desinterés impide cualquier cambio. El asunto queda, pues, casi exclusivamente en manos del orden público y la rutina legislativa, y la condición de los adictos se suele simplificar por y ante la opinión pública con la conmiseración por ser víctimas de sí mismos y de los traficantes, lo cual da pocas oportunidades a los matices.

Es comúnmente aceptado que la prohibición de las bebidas alcohólicas en Estados Unidos (1920-1933) fue un absurdo corregido después de unos años trágicos y relatado ahora como una especie de epopeya donde el orden al final se atuvo a la razón sin que nunca la hubiera perdido, es decir, sin dejar de ser el orden. Sin embargo, parece que el resto de sustancias alteradoras de la mente y la conducta han quedado en un falso limbo cada vez más activo, viciado y complejo, tanto desde el punto de vista policial como político (y geopolítico) y, por supuesto, económico.

Sirvan estas divagaciones previas como una recomendación del libro de Juan Carlos Usó, que, en mi opinión, facilita con una laboriosa sencillez la comprensión del fenómeno de las toxicomanías y su conversión en un motivo de alarma social.

En Europa el problema se percibe como tal desde finales del siglo XIX hasta la postguerra (con la Declaración de La Haya de 1912 como punto de inflexión cuyos efectos sin embargo tardarían en notarse) en un trascurso que incluye la influencia de la guerra en la proliferación de sustancias de todo tipo, la generalización de su uso no medicinal en ambientes médicos y la venta legal, alegal o tolerada de lo que suponía un negocio dirigido sobre todo a las clases pudientes y nada marginales o con sus propios márgenes discretos (los que luego serían “unos tiros de farlopa” se llamaban “frasquito de Boheringer” o “Forced March”, etiquetados por prestigiosos laboratorios). Pero, en España, se añadió, como un factor peculiar, la neutralidad en la I Guerra Mundial, que aceleró la importación de nuevos modelos comerciales y de ocio y la llegada de refugiados ‘de lujo’ para reforzar a los practicantes autóctonos de paraísos artificiales y desbordar y sacar a la luz los ámbitos habituales.

El fallecimiento de unos aristoxicómanos en lugares de veraneo, por su valor simbólico, es una referencia fundamental en el libro. En medio de la neutralidad y la boyante economía hispana, se extiende o, mejor dicho, se construye una alarma social que, aunque se tomaría su tiempo, tendría el efecto de producir la aplicación de las leyes cada vez más restrictivas y paradójicamente similares a las que aquí no triunfaron sobre el alcohol. Condiciones culturales y de clase, y prioridades de los medios de comunicación intervinieron en todos los sentidos para el diferente tratamiento de los productos. Aunque la alarma pasó pronto, los intentos de aplicar estrictamente la legislación crearon un sedimento represivo y la permisividad farmacéutica, pronto recuperada y aún mantenida durante años, se complementó con el mercado negro, el cual, con el tiempo, se quedaría con el monopolio.

Así se sentaron las bases del callejón sin salida en que se ha convertido una cuestión que, como señala el autor, debe ser rescatada “del terreno de la mitología y la fantasía” y ser restituida “a la senda de la historia y la farmacología”.

Por si el asunto y el punto de vista no fueran suficientemente atractivos, la recopilación de textos (con un panorama de cronistas muy brillantes) y noticias de la época, bien encajados en la estructura del relato, hacen del libro una lectura, en mi opinión, muy amena.

Un apunte local

El libro de Juan Carlos Usó hace un repaso a la situación en San Sebastián, ciudad de veraneo regio (Playa Real desde 1897) en la que se produjeron víctimas determinantes para la opinión pública. No se ocupa, claro, de Santander, donde no hubo hechos relevantes y que, pese al autobombo habitual, sólo era “segunda ciudad de veraneo”, pero esa condición permite considerar (a falta de investigaciones extensas y sólo con echar un vistazo a la prensa) que la situación era parecida.

Podemos suponer que en Santander el incremento de veraneantes del Gotha, la pequeña nobleza y la burguesía no aportó sólo clientes para el hipódromo y los baños de ola. Sabemos que aumentaron el juego y la prostitución, y se produjo la transformación de teatrillos y cafés cantantes en cabarets y music-halls, lo que permite aventurar que, en cuanto a los estupefacientes (“se juega en tantos sitios como se usa morfina”, sostiene un testimonio), dominó el mismo ambiente que en aquellas ciudades de veraneo receptoras del aluvión narcótico.

El Cantábrico (18-01-1916) – La canción de la morfina, por Agustín Pajarón. (Pulsar para aumentar.)

Por otra parte, en la prensa y la publicidad de la época, aparecen indicadores del estado de cosas. Algunos en relación inversa (como señalar los productos farmacéuticos sin opiáceos ni cocaína por su convivencia en la venta libre con los que los contenían) y otros evidentes, como la “canción” publicada por Agustín Pajarón en El Cantábrico en enero de 1916 (en el corazón de la neutralidad) y dedicada a José Estrañi y Grau, creador de las pacotillas.


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Olas de estío

Esos atuendos serán disfraces cuando las motos acrobáticas sobrevuelen el dique de Gamazo

Man Ray. Paseo marítimo (1912).

Es la misma mar desde julio de 1847, cuando cambiaron oficialmente la manera de mirarla, el uso de las olas y el orden de los versos.

Anuncio de los baños de ola de Santander en La Gaceta de Madrid. 1847

El doctor Casallena sale del casino a punto de abandonar el hedonismo siguiendo el ritual perediano mientras, por un cronocapricho, no lejos de allí, en Piquío, ante otro mediodía, hora extraña para ese acto, una manicura de rara belleza se pega un tiro con el revólver de su amante. La síntesis entre el espejo con vaho matinal del amor romántico y la vana esperanza de encontrar un novio que la librase de la lima de uñas la condujo a lo que la prensa, conciliadora, omitiendo las artes del señorito de buena familia, llamará un malentendido casi fatal. Sobrevivirá para seguir viaje.

Que nadie se suelte de la maroma, señor, señora, y, si lo hace, que se aferre al bañero como si fuera el último en alquiler del verano. Las casetas rodantes están dotadas de toallas, esponjas, juguetes de coral, perfumes y cepillos para el pelo. Algunas tienen toldo y doble fondo. Las farmacias abren todo el día y las campanillas de las puertas no paran de sonar. La oferta incluye pastillas de opiáceos mentoladas y vinos quinados y cocainados.

Hay que paliar como sea los trajes de baño de lana. La lana es enemiga de la lujuria y forma con el agua y la arena una coraza pesada que lastra la libido; desazona, pero no calma el deseo. Se huye del sol casi tanto como se le buscará en el futuro, cuando la tecnología del ungüento se esfuerce para librar al bronce de la radiación. Las jóvenes suspiran bajo el valle inquietante del cielo arrugado de bochorno. Los futuros maridos posan en la baranda planeando la incursión nocturna en el burdel del Arrabal, el café Brillante o la chirlata de Puerta la Sierra. Ellas consienten porque el contrato familiar les impide saber que sus atuendos serán disfraces cuando las motos acrobáticas sobrevuelen el dique de Gamazo.

Se festejan los baños de ola para consagrar como tipismo un clasismo sin sombras plebeyas. José María de Pereda, reaccionario sincero, cuenta en ‘Tipos y paisajes’ que, mientras en el escenario se multiplican las apariencias, la plebe bulle en pelotas tras la cuarta pared de los arenales; y también, en ‘Nubes de estío’, relata los encuentros en las altas trastiendas para tratar de negocios que siguen siendo, como la mar imaginada, los mismos:

… dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.

-¿Otra tajadita más? -exclamó un oyente. (…)

-No es el caso el mismo -repuso el gran proyectista,- puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.

-Pues por mí -dijo el otro,- que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!…

-(…) Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!

-¡Vaya si sabemos eso! (…) Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena… ni tampoco una gota de agua.

Artículo publicado en logo_eldiarioescan

Divorciados

Él hojeó los folletos y dijo que no. Quizá le asustaban las expresiones individuales captadas a pesar de la masa militarizada.

 Exposición ‘1917’. Centro Pompidou-Metz, 2012. | RPLl.

Después de entregarle los hijos a su exmarido para que los llevara a comer helados con arena a la escollera, la mujer le ha oído decirles, transmitiéndoles ilusión adolescente, que van a representar el desembarco de Normandía en El Sardinero y tienen todo el verano para preparar los disfraces. Y ella entonces ha deseado que la mar se coma toda la playa lamiéndola con furia hasta dejar sólo las rocas con su verdad desnuda y se ha acordado del punto álgido de su proceso de ruptura.

Fue durante unas breves vacaciones en Francia. Como si la familia presintiese la tormenta, los hijos estaban con los abuelos. Ella quería ir a Reims, ver la catedral incendiada en 1914, las gárgolas que habían vomitado plomo fundido. Él quería participar en la parafernalia de visitas, itinerarios y actividades organizada para explotar el desembarco en las playas renombradas por los generales. No había tiempo para las dos cosas.

-Por lo menos la de Omaha, la más sangrienta…

-No te hagas ilusiones -dijo ella-: ya retiraron los cadáveres y la metralla, excepto los microfragmentos, que todavía se detectan.

A él no le interesaban las tumbas que, en mareas quietas de cruces, convertían el fragor de la batalla recordada en homenajes, lentas reflexiones sobre la supervivencia y fotografías de ancianos condecorados, sino las recreaciones inmediatas de las acciones heroicas, ágiles y precisas (también se cree las cualidades selectivas de las bombas sobre el Yemen) tan celebradas en la industria de la propaganda y el espectáculo.

Ella propuso una alternativa. En el Centro Pompidou de Metz había una exposición que recogía el arte europeo del año 1917. Una pareja mejor avenida se la había recomendado. Decían que mostraba la esencia del conflicto a través del arte producido tanto en las retaguardias como en las trincheras. Había altares de obuses, camuflaje (los dibujos, diseños y obras de la sección especial creada por el militar acuarelista Guirand de Scevola: soldados que lucían camaleones en las casacas), cuadros y esculturas de artistas movilizados o huidos, carteles, cartas, portadas de libros…

Él hojeó los folletos y dijo que no. Quizá le asustaban las fotografías de las muecas sin maquillaje de los derribados, las máscaras antigás rotas entre las ruinas y las expresiones individuales captadas a pesar de la masa militarizada.

En cada cartucho labrado con filigranas por los reclutas a punta de bayoneta había horas de espera en los intestinos del paisaje enfangado. La llamaban, mientras duró, “la última de las últimas guerras”, pero sólo era una ensayo general, un preludio cuyas imágenes apenas habían empezado a controlar. Luego la llamaron Gran Guerra mientras preparaban la siguiente.

Él nunca hacía caso de las sombras sobre las postales oficiales. Quería trotar por la arena en un jeep de los años cuarenta, fotografiarse con casco y prismáticos junto a un búnker, ante los restos de un nido de ametralladoras explicados en paneles antivandálicos, codearse con coleccionistas de soldados de plomo y maquetas de batallas.

En la publicidad, compartían página una ceremonia religiosa para visitantes de todos los bandos y un tipo vestido de soldado Ryan haciendo volar una cometa vigía sobre el mar que ella, solapando la actualidad, imaginó lleno de refugiados invisibles.

No fueron a la exposición sobre 1917. Tampoco a Reims. Tampoco hicieron la ruta del desembarco pese a que él le juró a ella que no se lo perdonaría jamás. Una fuerza irresistible les impedía hacer planes por separado si no era llevándolos al extremo.

Poco después del regreso, llegó el vacío postbélico, la angustia de la falsa paz de desfiles y rituales. Se separaron pocos meses después.

Ahora, ella mira con rabia el mundo municipal centrado que va a importar el espectáculo como uno más de los atrapamoscas temáticos que se anuncian para el verano.

Habrá gastronetas, barracas y templetes durante la representación de la batalla; raciones de campaña, discursos por la concordia y muchas salchichas fáciles de tragar enriquecidas con abundante dextrosa y datos precocinados a la medida de las expectativas mayoritarias.

Su exmarido va a sentirse victorioso.

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Raras artes

Me hace gracia que las galerías de arte contemporáneo dicten medidas contra un tipo de ofensa tan impreciso como la definición de su producto comercial

Sir Lawrence Alma-Tadema. Galería de arte (detalle) (1866).

Lo más nuevo en estrés -mientras llega la invasión de holografías- es permanecer en una parada de autobús al lado de una mampara-pantalla que exhibe a toda velocidad anuncios en colores brillantes. Ya saben: ese brillo de delirio de ciberurracas que tanto se acomoda al gusto por obtener emoción puliendo lo trivial, dorándolo y abofeteando con el espectáculo de la opulencia al privilegiado obligado a madrugar por la maldición del trabajo. Luego, uno se sube al autobús y encuentra pantallas colgadas del techo que le impiden ver por las ventanas la verdadera ciudad. Me consuela pensar que los turistas se creerán que han venido a ese lugar inexistente de logo azul borroso con rayas de calima dentífrica: que se fastidien en su perversión de voyeurs platónicos voluntarios.

Es martes, pero parece lunes porque, una vez más, la Virgen del Mar fue rescatada de manos de los piratas frisones. Por suerte, casi todos los pasajeros llevamos minipantallas que creemos alternativas (hay algunas probabilidades de elección y dispersión) y a la mía llega un tuit que afirma que Okuda San Miguel ha comenzado a ser contestado en Madrid. Un avance más en una carrera meteórica. “Tu streetart me sube el alquiler”, han pintado profanando sus colores. El anglicismo me sugiere que el autor no es ajeno al mundo del arte. Quizá se trate de un desheredado del éxito, un marginado cercano a la artesanía del resentimiento aliado con los olvidados para señalar desde abajo lo que funciona arriba: la unión sagrada entre el arte y el dinero.

El caso es que, mientras pienso en Okuda y sus opiniones (“paso del mercado del arte y paso del capitalismo”), se me aparecen, como una llamada a la moderación, las bases de La Feria Internacional de Arte Contemporáneo, Artesantander, que celebrará dentro de un mes su 29º edición y ya ha empezando a anunciarse.

El reglamento para las galerías solicitantes considera motivo de expulsión algo que llama “atentado contra el buen nombre del galerismo”. Tampoco acepta “obras muy restauradas, dañadas o transformadas” o “incluidas en la categoría de artes aplicadas (cerámicas, etc.)”.

A falta de saber lo que es un buen nombre, me hace gracia que las galerías de arte contemporáneo (que intentan, a veces desesperadamente, sacar partido de una burbuja creada por museos públicos y privados, casas de subastas y grandes coleccionistas-inversores asociados a grandes fortunas y entidades financieras) dicten medidas contra un tipo de ofensa tan impreciso como la definición de su producto comercial. Y la ocurrencia de los materiales me parece una versión timorata del postureo que los ortodoxos heterodoxos (aquellos que lamentaron el urinario de R. Mutt sólo el tiempo necesario para hacerlo rentable) deberían condenar como un regreso al sagrario académico. Al rechazar actitudes y materiales carentes de una supuesta nobleza estética, se excluyen vastas áreas del objetivo proclamado: “la promoción de artistas y venta de obras y ediciones de arte contemporáneo de los siglos XX y XXI” y ofrecer “una visión representativa de la creación artística” de esa época. No se aceptan autoburlas ni readymades de loza. Ni (aunque sueñen con ello) un cuadro de Banksy autodestruido en el momento cumbre. (No. Banksy no es Okuda. Banksy no pasa del mercado ni del capitalismo.)

También está prohibido presentar obras adquiridas por correspondencia. (Petardea la moto de un currela cargado con una caja roja pseudografiteada. Es inútil: nadie es inocente.)

Hay otro apartado en la feria -‘Visiones urbanas’, lo llaman- que pretende -y es loable- conectarla con “la calle” exponiendo obras en espacios públicos del centro de la ciudad, donde no creo que suban los alquileres, pero es inevitable que esa faceta acabe sumergida en la contaminación visual de una publicidad que bebe de las mismas fuentes y estilos: los artistas son los mismos y estudian en las mismas escuelas. La pura presencia estética, que sólo se anuncia a sí misma, huérfana de marcas, resulta monocorde, pobre, de presencia incomprensible: ni siquiera es antipublicitaria; sólo se une a la fiesta de pantallas y paneles y está indefensa porque necesita ser explicada.

Tanto esfuerzo contradictorio por huir del conflicto y anegar en paz el arte de las rupturas neoliberales (Okuda no puede huir del mercado aunque huya de las galerías, pero quizá no lo sepa; Artesantander intenta entrar con más fuerza en la poderosa burbuja que no controlan los galeristas) hace que ni siquiera prosperen las performances inesperadas.

El año pasado una artista acusó a un galerista de agresión. Incluso afirmó haber presentado denuncia. Los medios no se hicieron mucho eco (en Cantabria, ninguno) y seguimos sin saber en qué quedó el incidente o si la representación fue adquirida en pleno desarrollo y restringida al ámbito de una colección privada de escenas clásicas.

El dinero dignifica al arte impopular y rentable mientras lo presenta como un arte sin excusas que a veces se permite ilusionarnos. Pero en estos pagos se blindan con tibieza aun sabiendo que nunca se producen impactos reseñables. Ni siquiera cuando la Fundación Botín expuso el “Spit on Franco’s grave – Laughing girl” de Paul Graham hubo un amago de polémica: hay espacios que tienen bula. Eso sí: el título lo dejaron en inglés.

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