César Abín y James Joyce despiertan sospechas

No te conviene soñar que paseas por la dársena de Molnedo porque lo más probable es que te encuentres con César Abín, que se ha topado con James Joyce a la salida de Shakeaspeare and company y se han alejado para discutir sin testigos. Ambos te miran, te señalan y se acercan con un plan determinado. Se aproximan sin andar, porque los sueños prefieren las fotonovelas a los planos secuencias (una voz te dice que llegan mientras permanecen inmóviles), manejan con habilidad la incertidumbre, incluso se insinúa la pesadilla, pero, de pronto, el dublinés te pregunta (y te sientes elegido aunque no hay más paseantes): oiga, perdone, ¿sabe dónde está la barraca de Delvaux?, y, ante tu estupefacción, añade: buscamos a los espectadores de la Venus dormida, no a ella, a los espectadores, usted me entiende, ¿verdad?

Y entonces Abín ordena a unos estibadores invisibles que apilen ante la bahía, haciendo fachada, diversos objetos del muestrario oficial del siglo XX, de manera que obtiene en 3D la caricatura que Joyce aceptó o dirigió para sí mismo. Ya es leyenda en Cantabria y en París: la publicó la revista transition (la brisa pasa las hojas) pero no sabes cuánto tiempo estuvieron hablando de ello ni por qué hay dos versiones sobre la concepción del dibujo. Después de la revista, la presentó el diario L’Intransigeant con la presunta transcripción de un diálogo entre el autor y su obra firmada por Les Treize de la que surgió entre los pocos felices el mito del juicio del bistrot, que puede ser una confirmación anticipada de la explicación recogida en la monstruosa biografía de Joyce que escribió Richard Ellmann, según la cual el dibujante fue empujado por el escritor hacia su sarcástica percepción de sí mismo, y les vas a preguntar a esos dos cuál es la pura verdad (tu ingenuidad no tiene remedio), pero entonces aparece un bote sobre las aguas negras (no te has dado cuenta todavía si es de noche o de día; supones que es de noche porque estás dormido y la barca sale de un abismo lotófago) con un fanal en la proa y otro en la popa y en medio dos fornidos remeros que se parecen a Ernest Hemingway y Arthur Cravan. Arrastran ristras de guadañetas repletas de maganos alucinados por las farolas. Dan varias vueltas jaleados por Joyce (Abín permanece en respetuoso silencio; tu silencio no cuenta porque estás soñando) y, cuando apenas consiguen atracar sin destrozar los pantalanes, suben a bordo los dos como si fueran Zeuxis y Homero no sin antes aconsejarte adoptar el papel de un narrador sensato, omitir las preguntas que parecen impulsarte hacia la barca sobrecargada, permitir que esta se aleje sin implorar cobijo, fingir ignorar ese material que crees haber descubierto y optar por despertarte lleno de sospechas burlonas. Y, cuando lo consigues, lo primero que recuerdas es a otro gran ausente: Kafka, por supuesto.

James Joyce por James Joyce – El célebre escritor irlandés visto por el dibujante César Abín.

L’INTRANSIGEANT, jueves, 23 de febrero de 1933

Cuando el dibujante César Abín hubo hecho llegar al señor James Joyce, el célebre escritor de lengua inglesa, la caricatura que reproducimos aquí, se presentó en casa del autor de ‘Ulises’, que vivía entonces -esto era en junio de 1932- en la tranquila calle de Passy.

-Le he enseñado su dibujo al patrón del bistrot vecino y a algunos clientes habituales -le dijo inmediatamente James Joyce-. Todo el mundo se ha reído. Enseguida he comprendido que me habían reconocido. Porque yo no creo mucho en la crítica de arte. Sólo los patrones de bistrot son competentes en este asunto.

 Después, bruscamente, James Joyce se puso a interrogar a César Abin:

 -¿Qué idea tiene usted de Goethe? ¿Cree que era guapo o feo? Era guapo, ¿no? ¿Cómo lo imagina? ¿Un hombre grande con bonitos ojos? ¿Es eso? Pues bien, para el retrato de mi cincuentenario, actúe con toda libertad. Hágame aún más feo de lo que soy, como me ve o como mis amigos me ven. ¡Mire mis piernas! -prosiguió-: completamente flácidas… ¿mis muñecas?: alambres. Casi no tengo dientes. Y soy ciego… Sólo tengo de bueno lo que Dios me ha dejado…

Pero, como César Abín no preguntó a James Joyce qué le había dejado Dios, la conversación terminó con esas palabras.

 Les Treize.

Esto es lo que cuenta Richard Ellmann en su biografía de James Joyce (Oxford University Press, 1959-1982. En español: James Joyce. Traducción de Enrique Castro y Beatriz Ramos. Barcelona: Anagrama, 1991):

Los Jolas deseaban publicar en la revista “transición” un retrato de Joyce para celebrar su cumpleaños, y Joyce estuvo de acuerdo en que se le encargara al artista español César Abín. Pero, cuando el retrato resultó ser la figura clásica del artista en bata rodeado de sus libros, Joyce quedó descontento y durante quince días propuso un cambio tras otro. “Paul Leon me dice que cuando me paro agachado en una esquina, parezco un signo de interrogación”, dijo. Alguien lo había llamado “un comediante de nariz azul”, por lo que insistió en que se le pusiera una estrella al final de la nariz para iluminarla. Para sugerir su luto por su padre y su abatimiento crónico, deseaba llevar un sombrero negro, con el número 13 marcado y telarañas alrededor. Debía sobresalir del bolsillo del pantalón un rollo de papel con la canción “Déjame caer como un soldado”. Su pobreza debería ser sugerida por parches en las rodillas del pantalón. El punto del signo de interrogación debía tener la forma de un mundo, con Irlanda como el único país visible en la faz del mundo y Dublín en negro. Así se hizo.

'James Joyce'. César Abin, Transition 1932.
Caricatura de Joyce por César Abín. transition n° 21, marzo de 1932.

Santander 1897: ¡Que vayan también los ricos!

En el otoño de 1897, el entorno del cuartel de María Cristina era un paisaje rural. Un poco más abajo de la fortificación, la finca conocida como “de la hija de la Castellana” ofrecía los servicios de un verraco suizo y chato. Las garitas orientadas al norte vigilaban prados y vaquerías. Los centinelas que miraban al sur, sin embargo, observaban un mundo más complejo: la ladera, cubierta de arboledas, casas con huertas y cuadras, se iba convirtiendo, al volverse ciudad, en un laberinto de cuestas, callejones y escaleras entre tejados, y después se abría la planicie con edificios de pretensiones racionalistas, regionalistas, señoriales y siempre eclécticas, hasta que el ensanche inacabado se unía al frente de la Ribera para mirar sobre las dársenas y las navegaciones de la bahía el fondo prehistórico de montañas y niebla.

Aunque el camino sobre el cerro tenía tradición militar, el cuartel no era muy antiguo. Se había construido en el lugar llamado Prado San Roque en 1885 para sustituir a los arruinados cuarteles de San Felipe y San Francisco. Tenía capacidad para más de mil hombres de infantería y caballería, pero la ocupación siempre había sido mucho menor. No se había llenado hasta que empezó a ser utilizado para albergar a las tropas que partían para Cuba, y tampoco había generado noticias alarmantes hasta que la prensa se vio obligada a recoger, a finales de octubre, los rumores de un motín.

Con todas las precauciones, y excusándose en la insistencia de la calle, se publicó que, al parecer, se había producido un conato de sublevación entre los mozos de reemplazo concentrados para embarcar en el vapor Colón el 5 de noviembre: “Se dice que lo hicieron a la voz de que con ellos lo hicieran los ricos”. Además, se comentaba que habían aparecido pasquines contra la guerra en los urinarios de la estación de ferrocarril y otros puntos de la ciudad. A pesar de las inquietantes reuniones de mandos militares y autoridades civiles, todas las instituciones mantenían una absoluta reserva sobre el asunto.

Los periódicos, incluso los menos sumisos a unas élites habituadas a negar sistemáticamente la existencia de conflictos sociales, temían las reacciones del ejército, cuyo prestigio estaba en evidente retroceso. Por aquel entonces, no era raro que grupos de oficiales se presentaran en las redacciones exigiendo la retirada o rectificación de cualquier crítica, por leve que fuera, amparándose en supuestas lesiones al honor de las fuerzas armadas.

Además de estos actos más o menos espontáneos, pesaba sobre el derecho a la información y la libertad de expresión el llamado “criterio institucional”, que permitía censurar cualquier noticia relacionada con lo militar: en el concepto cabían todas las arbitrariedades.

El imperio español estaba atascado en la que sería la última de las guerras de descolonización de Latinoamérica. Desde 1868, enfrentaba las sublevaciones independentistas con cambios de estrategia que alternaban la negociación con la represión. La isla estaba llena de trochas incapaces de contener a las guerrillas, campos abandonados por los desplazamientos forzados de la población (España fue pionera en los campos de [re]concentración), ingenios azucareros saboteados y soldados coloniales sin voluntad de victoria, enfermos y hambrientos (apenas una sexta parte de las bajas se debía a los combates), dirigidos de un modo errático y utilizados como mano de obra gratuita para mantener las plantaciones (muchos mandos y funcionarios cobraban por ello).

El reclutamiento no gozaba del aprecio popular; el patriotismo, valor que se proclamaba universal, se ejercía con desigualdad. Ir a la guerra era cosa de pobres. El servicio militar podía evitarse mediante pagos en metálico o presentando un sustituto. Duraba doce años, con un mínimo de tres en servicio activo. La consigna “Que vayan también los ricos” era frecuente.

La prensa santanderina de mayor difusión era más dada a la autocensura y menos diversa que los medios estatales, pero, además, entraban en juego otros factores que la obligaban a tocar el tema y minimizar el incidente. Tenía que defender el prestigio y la condición de plaza militar de la ciudad. El aumento de la guarnición permanente era una vieja reivindicación. Desde las guerras carlistas (la última acabó en 1876), existía el temor en la ciudad a quedar desguarnecida. Además, recientes planes de convertir el cuartel del Alta en hospital habían sido muy contestados. Y contaba también la rivalidad con Santoña, que se postulaba como mejor defendida(1)El 31 octubre: El Avisador de Santoña publicaba un artículo titulado “Santoña y las expediciones”:La acumulación de expedicionarios a … Continue reading; los santanderinos veían como una amenaza cualquier atisbo de cesión de capitalidad.

Así, tras la confirmación del rumor, los principales periódicos y las fuerzas vivas emprendieron una campaña que reducía los hechos a un momento de indisciplina irrelevante propio de reclutas aún no adoctrinados, alcoholizados y acostumbrados -afirmaba de forma algo sorprendente El Cantábrico– a no respetar a las autoridades de sus pueblos. Se trataba de una bronca infantil provocada cuando algunos habían pretendido prolongar las horas de paseo. Ante el rechazo de los oficiales, los soldados habían protestado tirando al aire las almohadas de las literas. Nada de sublevación, ni motín, ni exigencias de igualdad, ni siquiera algarada: una tontería corregida de inmediato que no debía tener consecuencias

Pero, por si surgía alguna duda -y de un modo un tanto contradictorio-, se remarcaba la inocencia de los cántabros. Los casi amotinados eran “vascongados y navarros”, es decir, procedían de las provincias que habían perdido el derecho foral a no sufrir las levas. En Cataluña, Navarra y País Vasco no había existido reclutamiento forzoso hasta 1.878. A las consideraciones de clase, se unía en las “provincias díscolas” la oposición histórica e identitaria al servicio militar(2)La Libertad, diario de Vitoria, explicó sin reparos: Los mozos que han de embarcar uno de estos días con dirección a la Gran Antilla llegaron à … Continue reading.

Cuando fuentes locales (La Voz Cántabra) y estatales empezaron a hablar abiertamente de motín con contenidos reivindicativos (y, según las tendencias, culparon a los socialistas y republicanos, justificaron en mayor o menor medida a los alborotadores o exigieron mano dura), la Liga de Contribuyentes, la Cámara de Comercio y el Ayuntamiento manifestaron solemnemente su preocupación por las consecuencias de una valoración excesiva del incidente y enviaron mensajes al Gobierno para afirmar la lealtad y disponibilidad de la ciudad.

No obstante, mientras se publicaban unas supuestas declaraciones de oficiales en las que ratificaban que entre los promotores de la protesta no había reclutas “de la zona” santanderina y se felicitaba a la población por la lealtad de sus vástagos (“son un dechado de subordinación y se sienten orgullosos de mandar tales soldados”), se supo que los 257 reclutas foráneos (esperaban la partida 468) habían sido trasladados a Santoña (3)El 25 de octubre 1897, una nota escueta pretendía zanjar el asunto: Ayer salieron para Santoña en el tren de Bilbao 257 reclutas procedentes de las … Continue reading y que el Alto Mando no era partidario de mantener las agrupaciones en Santander para no verse obligado a aumentar la guarnición en previsión de nuevas insubordinaciones. Por otra parte, la dotación de la Guardia Civil había sido reforzada con 90 hombres traídos de la provincia, lo cual hacía sospechar que el incidente había despertado más temores de los divulgados. Las paradojas seguían aflorando, pero el tiempo jugaba a favor del orden.

El día 5, según lo previsto, se produjo el embarque. Llegaron en tren los acuartelados de Santoña, se unieron a los demás y no se produjeron altercados. El Ayuntamiento obsequió a cada soldado con café, un panecillo y dos cajetillas de cigarrillos.

El día 8, con las aguas calmadas por la distancia, El Correo de Cantabria publicó un artículo, titulado “Cargas sobre Santander” con una lista de quejas que detallaba el sentimiento de agravio(4)Celebramos que hayan sido innecesarias las precauciones que se adoptaron, pero (…) esas precauciones han sido una nueva carga para este agobiado … Continue reading.

Sin embargo, los acontecimientos, en pocos meses, resolvieron el tibio debate confirmando tanto el desastre como la injusticia: los ricos repatriaron sus capitales y los pobres lloraron a sus caídos(5)Aunque las cantidades varían según las fuentes, se suele considerar que más de 250.000 soldados españoles combatieron en la Guerra de … Continue reading. España salió de Cuba en agosto de 1898. Antes, otras noticias dispersas prefiguraban el desenlace. En enero, como un involuntario sarcasmo y un mal presagio para el porvenir de miles de personas, las capitanías generales prohibieron a los soldados repatriados que implorasen la caridad pública.

Notas

Notas
1 El 31 octubre: El Avisador de Santoña publicaba un artículo titulado “Santoña y las expediciones”:
La acumulación de expedicionarios a Cuba en Santander, es por tanto, comprometido, y lo será aun más en lo sucesivo. Los horrores del clima y de la guerra en la Gran Antilla, demostrados por las espantosas cifras de mortandad, han llegado a conocerse en las más oscuras aldeas. Los jóvenes llamados al cruento sacrificio quieren que participen de él los hijos de los ricachos exceptuados por un puñado de pesetas, como pareciendo poner precio á la vida del que ha de sustituirle y, esto, indigna; porque únicamente a indignación atribuimos las protestas de los jóvenes quintos desconocedores todavía de sus deberes como soldados.
Pero estos arranques, entre los que han sido llamados á las filas, son solo dignos de la desaprobación general.
Llegado el momento de acudir a defender la patria, cúmplase esa honrosa misión; después, maldígase a los que aman la patria para gozar en la ventura y rehuir á las penalidades que ella le impone.
(…)
Por las razones expuestas, de la imposible acumulación de expedicionarios en Santander, donde ocurrirán actos de insubordinación, por falta de elemento militar suficiente, además de la condición populosa de aquella ciudad, siendo más dificultoso reprimir cualquier desorden, el sentido común aconseja que las expediciones permanecieran en Santoñas… y ¿porqué no? Hasta embarcaaran en nuestro puerto, de indiscutibles condiciones de entrada y salida para los barcos trasatlánticos.
En esta plaza, puramente militar, con espaciosos cuarteles para alojar reclutas y relativamente suficiente guarnición, no habría lugar a temor alguno, y esto, sin recurrir a los procedimientos de la fuerza.
Aquí no simpatizarían los socialistas con el soldado ni el pueblo les prestaría su apoyo ni los reclutas osarían faltar a sus jefes.
Las condiciones de Santoña para esto son excelentes y naturales por ostentar el título de plaza fuerte, y lo prueba la llegada de los 257 quintos y la conducta que estos siguen, tan diferente a la que observaron en la capital
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2 La Libertad, diario de Vitoria, explicó sin reparos: Los mozos que han de embarcar uno de estos días con dirección a la Gran Antilla llegaron à amotinarse en el cuartel de María Cristina. Parece que á los amotinados exaltó el ánimo lo que habían leído y oído respecto á desigualdad en las clases militares haciéndose relación á lo que ahora se discute acerca, del servicio obligatorio.
3 El 25 de octubre 1897, una nota escueta pretendía zanjar el asunto: Ayer salieron para Santoña en el tren de Bilbao 257 reclutas procedentes de las zonas de reclutamiento de Navarra y provincias vascongadas, que por o visto era el elemento perturbador que existía en el cuartel de María Cristina. Quedan aquí 211 reclutas de esta zona que recibirán instrucción desde aquí al día 5 en que embarcarán para Cuba.
4 Celebramos que hayan sido innecesarias las precauciones que se adoptaron, pero (…) esas precauciones han sido una nueva carga para este agobiado vecindario. Esas precauciones han tenido aqui algunos días a noventa guardias civiles reconcentrados, dejando desamparados a los vecinos de los pueblos donde aquellos prestan servicio y castigando á la ciudad con el servicio de alojamientos.
Y como esas reconcentraciones están hace años en nuestra provincia a la orden del dia, ocasionándose a los de la benemérita enormes perjuicios, es preciso que Santander proteste solemnemente para que se dote á esta plaza de la guarnición que la corresponde para que de una vez desaparezcan los inconvenientes que dejamos señalados.
El puebio viene haciendo desde los comienzos de la guerra de Cuba incalculables sacrificios que en nada le agradecen nuestros gobernantes.
Súmense los miles de pesetas invertidos, muy bien por cierto, pues el soldado todo se lo merece; pero súmese repetimos lo invertido por el Ayuntamiento en dar socorros a todas las muchas expediciones que se han hecho por este puerto, y con esa partida podremos encabezar la cuenta de sacrificios llevados aquí a cabo sin tregua ni descanso.
Véanse los servicios realizados por este hidalgo pueblo desde que llegó á nuestro puerto el primer trasatlántico con soldados heridos y enfermos procedentes del ejército de Cuba, y dígasenos si el Gobierno no es con nosotros incomprensiblemente injusto e ingrato.
Pueba al canto. Publica el ministro de la Gobernación un decreto para que mientras dure la fiebre amarilla en Cuba, recalen en Santander todos los vapores que conduzcan infelices desvalidos y para nada se ocupa de la deplorable situación en que se hallan los servicios del lazareto de Pedrosa, que es por donde debía haber empezado para no envolvernos y verse envuelto el día menos pensado en gravísimo conflicto.
Surge un disgusto entre los reclutas en el cuartel de María Cristina y el Gobierno manda que se tome lujo de precauciones, pero no cae en cuenta o no quiere caer de que en esta plaza no hay más que veinte soldados de guarnición á pesar de residir el Gobierno militar de la provincia. Esto es inconcebible y llega al colmo de la inconsideración.
¿Para qué se impuso á este pueblo la inversión de muchos miles de duros en la construcción del cuartel modelo de María Cristina? ¿Para qué queremos este gran edificio?
Lo que está ocurriendo con la falta de guarnición y con tener los servicios del lazareto en el estado más deplorable, es además de muy comprometido para la salud y tranquilidad de los habitantes de Santander, altamente ridículo para nuestros gobernantes
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5 Aunque las cantidades varían según las fuentes, se suele considerar que más de 250.000 soldados españoles combatieron en la Guerra de Independencia de Cuba; de ellos, fallecieron unos 60.000. El bando cubano perdió alrededor de 9000 guerrilleros y el número de civiles muertos en los llamados “campos de reconcentración” se sitúa por encima de los 200.000.

Plaza de Italia: los nombres, la memoria y la forma

En Poznan (Polonia), después de la caída del bloque soviético, decidieron cambiar el nombre de la calle Jaroslaw Drawoski, combatiente de la Comuna de París, por el de Henryk Drawoski, fundador de la Legión Polaca. El cambio sólo tuvo efectos en los viandantes avisados, esa minoría que no se apresura a invisibilizar los homenajes urbanos.

En París, en 1879, encontraron oportuno llamar Denfert-Rochereau a la Place d’Enfer (Plaza del Infierno), pero esa es otra historia en la que el diablo permanecía oculto mientras culpaba a los desplazamientos semánticos de los pasos inferiores. (1)Por aquí hubo polémica cuando alguien sugirió cambiar el nombre a la calle Alcázar de Toledo por el apelativo medieval.

La Plaza de Italia de Santander fue primero Plazoleta del Pañuelo y luego de Augusto González de Linares hasta que las tropas fascistas italianas, en 1938, recibieron el agradecimiento del franquismo. Supongo (no sé si se ha hecho explícito) que la democracia formal da por olvidados los motivos de la denominación actual y prefiere mantenerla en vez de volver a la popular o a la del científico, es decir, opta por la triste solución de la memoria salomónica: los que quieran asociar el lugar a otros nombres persistentes (el del general Dávila, Alonso Vega, Reguera Sevilla(2)Éste más intocable aún, pese a la cuesta escasa que le adjudicaron, por sus esfuerzos para impulsar una idea de promontorio vanguardista al … Continue reading, etc.) pueden estar tan satisfechos como los que celebran que Italia saliera del fascismo mucho antes que nosotros. Es una falacia brutal, pero, ¿a qué mayoría le importan las falacias?

El caso es que, si las embellecidas infografías no mienten, la remodelación que ahora se está haciendo no va a tocar el nombre que tapó a los anteriores, sino el lugar, y creo que está claro que se trata de un borrado de la plaza que merece jugar a las interpretaciones simbólicas.

Desaparecen las formas onduladas propias de la burguesía de casino y balneario que modeló el entorno y son reemplazadas por parterres rectilíneos y vías peatonales que parecen incitar más al tránsito que a la permanencia. Los promotores mantendrán la retórica identitaria (“lugar de privilegio”), pero el recogimiento circular, los atardeceres socializantes de los veraneos, orgullo del clasismo santanderino, se someten a la cuadratura neoliberal del espectáculo turístico y financiero. Todos los proyectos de la ciudad la empujan hacia esa utopía del mundo uniformado como si sólo fuera una gran superficie comercial en construcción que debe cumplir reglas sagradas de formas, fetiches y contenidos.

Transformado el espacio físico, ¿importan los nombres? Sabemos que el nombre es lo mínimo, lo que queda, pero requiere explicaciones y capacidad de lectura. Creo que muy poca gente pregunta el por qué de los nombres de las calles; es más fácil mirar fotos de cómo eran antes, pero los motivos de los cambios también requieren palabras. En esa necesidad del lenguaje se unen las cosas y sus denominaciones.

Borrar los homenajes a los criminales y las falsificaciones sirve de desagravio a las víctimas, pero casi siempre llega tarde y no recupera nada más que emociones; y puede despertar contradicciones(3)Hace poco se rindió homenaje a los prisioneros de los campos de concentración de la Magdalena escenificando una fotografía de propaganda hecha por … Continue reading. El de la memoria y los monumentos ya era un debate viejo cuando Courbet tuvo que pagar la columna Vendôme (por allí andaba el primer Drawoski) pese a ser inocente: no quería destruirla, sino desmontarla, trasladarla o, como mucho, aplicar antes de tiempo la idea de Daniel Buren: una estatua derribada se convierte automáticamente en escultura.

Otra manera es añadir a los monumentos enmiendas, textos o intervenciones explicativas. Aunque los cambios de nombres y las demoliciones son espectaculares, sólo permanecen las instantáneas. Las notas a pie de pedestales mantienen el recuerdo y, por tanto, prolongan la vigencia del debate. El problema es que eso no suele gustar a ningún poder o aspirante a él porque suscita controversias con matices que no se limitan a las consignas.

En la antigua República Democrática alemana, alguien escribió Somos inocentes al pie de una estatua de Marx y Engels. ¿Podría ponerse un rótulo en la Plaza de Italia en memoria de Cavour y Garibaldi proclamando su inocencia? ¿Y una explicación sobre los nombres anteriores? Un mural con imágenes de su pasado quizá abriera un debate interesante sobre formas y funciones urbanas, aunque, si se puede hablar del incendio de Santander y repartir fotografías omitiendo (o justificando sin pudor) la especulación y la segregación, no es descartable que la nueva plaza se plantee como un homenaje a la antigua con la misma desfachatez.

Plaza de Italia e infografía del proyecto municipal.

Notas

Notas
1 Por aquí hubo polémica cuando alguien sugirió cambiar el nombre a la calle Alcázar de Toledo por el apelativo medieval.
2 Éste más intocable aún, pese a la cuesta escasa que le adjudicaron, por sus esfuerzos para impulsar una idea de promontorio vanguardista al servicio de Fraga Iribarne.
3 Hace poco se rindió homenaje a los prisioneros de los campos de concentración de la Magdalena escenificando una fotografía de propaganda hecha por los carceleros en lo que hoy es la explanada de las caballerizas. Algunos simpatizantes del régimen de Franco argumentaron en medios bien dispuestos a acogerlos que esa era una prueba de la humanidad del régimen. La falta de iconografía objetiva o aportada por los vencidos es muchas veces un problema para la reivindicación de la memoria, sobre todo en un mundo en donde se han hecho imprescindibles las representaciones e imaginaciones como soportes de las ideas y cuando se combaten décadas de adoctrinamiento prolongado por las versiones posteriores a la dictadura. Entre las muchas discusiones pendientes, está el de la utilidad, más allá del hecho de reconfortar a los ya convencidos, sean militantes o historiadores, de las ceremonias de este tipo, cuya resonancia es efímera y se pierde en el cúmulo de celebraciones. El palacio es templo de cultura, recuerdo de esplendores aristocráticos y escenario internacional de espectáculos veraniegos que incluyen reivindicaciones solidarias de todo tipo. Su conexión con la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad es un asunto borgesiano de senderos que se bifurcan.

Indagaciones sobre Luzyarte

Recortes de El Cantábrico - 1932

No se sabe con certeza de dónde vino Fernando Ruiz Luciarte ni dónde fue a parar.

Parece que su habilidad para desplazarse a pedales a la velocidad del siglo XX -sobre todo, en el vértigo de entreguerras- lo ha desdibujado como las formas de continuidad en el espacio del sujeto de Boccioni, un símil sin duda oportuno, a pesar de la distancia, para el artista-inventor, que en ninguna referencia aparece detenido.

Esther López Sobrado, en su tesis doctoral Pintura cántabra en París (1900-1936). Entre la tradición y la vanguardia, le dedica este párrafo:

Conocemos su existencia exclusivamente a través de escasas referencias bibliográficas. “Luciarte era un joven que después de haber sido obrero en un taller de Torrelavega, marchó a París movido por su afición al arte, capital en la que residió bastantes años” [GARCÍA CANTALAPIEDRA, Aurelio: “La Biblioteca Popular de Torrelavega 1917-1937”]. Saiz Viadero [“Historias de Cantabria”, nº 6. p. 152] recoge su nombre completo (…) y año y lugar de nacimiento -1892 en Zurita de Piélagos-.

FernandoSin embargo, en 1932, Francisco Melgar escribía en la revista Ahora que Luzyarte (así había adaptado su apellido) era de origen vasco-valenciano, y lo presentaba como una de las personalidades más originales de Montparnasse, donde vivía dedicado a la pintura y los inventos. Entre éstos, le habían dado fama un cuadriciclo y la caravana con la que él y su esposa Marta, noruega, hacían largas giras por Europa. Formaban una pareja atractiva, de vestuario llamativo; incluso participaban en concursos de elegancia.Marta

Los recuerdos de su sobrina nieta, la escultora Katyveline Ruiz (1)Agradezco a Katyveline Ruiz las informaciones y la autorización para utilizar el material de su sitio web. Una muestra de su obra escultórica puede … Continue reading, que lo conoció siendo ella una niña, lo sitúan como probablemente nacido en febrero de 1893, en Valencia, y señalan como última residencia una casa en Ondarreta (Guipúzcoa) hacia 1969/70.

También el Diccionario Benezit de Pintores lo considera levantino: Pintor español nacido en Valencia el 1-2-1893. Secretario de la sección española de la Liga Internacional de Artistas. Ha expuesto en París en los Salones de los Independientes y de Otoño.

En cuanto a su supuesto origen cántabro, aunque en los años próximos al de su nacimiento aparecen en los registros dos personas con el apellido Luciarte, no he encontrado referencias que los relacionen ni enlaces Ruiz-Luciarte. En una entrevista publicada en El Cantábrico en marzo de 1932, cuando habla de sus planes de adquirir una casa en Zurita, afirma que parte de sus antepasados son montañeses. El periodista le atribuye la condición de montañés de pura cepa(2)Aunque sea una interpretación sin pruebas, ambas afirmaciones parecen referirse a una pertenencia adoptada por haber pasado su juventud en … Continue reading.

Para entonces, llevaba una década establecido en París. Antes de emigrar, había trabajado como mecánico en el taller de don Higinio González. Una mala racha lo dejó sin empleo y tuvo que desempeñar diversos oficios, sobre todo en la construcción. Pero también frecuentaba los círculos culturales y había pintado un cuadro del Cristo de Limpias para la Iglesia de la Consolación(3)Demolida en febrero de 1936. Del patrimonio que contenía, sólo consta el paradero de las tumbas de los Señores de la Vega, trasladadas a la … Continue reading.

Tras su partida, Ruiz Luciarte no rompe los lazos con Cantabria. Mientras se define en el paisaje de Montparnasse, sus idas y venidas son recogidas en los ecos de sociedad. Durante una de esas estancias, en 1934, expone dieciséis cuadros en la Biblioteca Popular de Torrelavega: Retrato, Arlequín y Colombina, Pierrot, Inocencia, Paisaje (Bélgica), Apunte para un cuadro, El beso, Entre flores, Génesis, Paisaje (Brujas), Marina (Holanda), Maternal, Los amantes, Boceto, Idilio, Virginia.

Henri Broca, en ¡No te preocupes, ven a Montparnasse!: investigación sobre el Montparnasse actual (T’en fais pas, viens à Montparnasse ! : enquête sur le Montparnasse actuel, 1928), lo describe como un ejemplo de modernidad al paso de su vehículo entre los aventureros del arte:

A la puerta [del ‘Select’], el pintor español Luzyarte hace una salida fulminante en su cochecito a pedales y se detiene en ‘La Rotonde’.

El aparato es uno de sus inventos. En los registros de patentes figuran a su nombre las de cinco artilugios. Apostaba por los vehículos ecológicos cuando los futuristas exaltaban el rugido de la máquina. Los prototipos, algunos patrocinadas por marcas comerciales, le servían además para publicitarse como pintor.

En agosto de 1928, en el departamento del Norte, se comenta su visita:

Ayer por la mañana, estuvo en Douai el español Fernando Luzyarte, pintor, que emprende la vuelta a Francia de un modo original. Ha montado sobre una especie de cuadriciclo una carrocería de tela, pintada a la manera más cubista, que le protege de la lluvia. La delantera de mica le permite ver la carretera. Con este vehículo de 300 kilos va a recorrer los caminos de Francia.

En 1929, Paris-Soir titula Un artista que se lleva bien con los negocios:

Hay artistas que se rompen la cabeza tratando de encontrar un pseudónimo adecuado a su arte. Ese no es el caso de Luzyarte, el artista español bien conocido. Luzyarte, que significa “luz y arte” (¡nada más y nada menos!) es en efecto el apellido del excelente artista. Si el nombre no hubiera existido, habría sido capaz de inventarlo. Este pintor suma a su talento artístico cualidades tan prodigiosas como variadas (..) Acaba de construir una suerte de tren automóvil nada desdeñable para escapar a la crisis del alquiler. El primer vehículo, fabricado por él mismo, le servirá de habitación, y un remolque, convenientemente adaptado, de exposición permanente y ambulante. Equipado de este modo, Luzyarte dejará París en junio para emprender un largo recorrido por Italia, Suiza y España.

El reconocimiento galo aviva el interés de la prensa madrileña. En 1931, Demetrio Yorsi dedica dos columnas ilustradas en la revista La Tierra a las obras y actividades de Luzyarte. Destaca su regularidad: dos telas anuales en los salones de los Independientes y de Otoño, muestra permante en La Rotonde, giras veraniegas. Habla de su vida seminómada en un vagón y destaca que vive de la pintura holgadamente, como de un oficio, ha conseguido en cierta forma la comercialidad del arte y exige ser pagado en billetes auténticos del Banco de Francia. Porque sabe que hay romanticismos nefastos que conducen al suicidio y que la mala bohemia se alberga muchas veces bajo el puente Saint-Michel.

El ya citado Melgar cuenta que vive en el centro de Montparnasse desde hace diez años largos y que ha pintado cuadros por millares con una facilidad acaso demasiado grande.

Resulta evidente que Luzyarte, sin audacias estéticas ni alardes técnicos, se esfuerza por encajar en las corrientes del momento. Quizá está más cerca de la artesanía (su formación ha sido la de un obrero) que de la creación innovadora, pero no carece de instinto ni de personalidad artística para desenvolverse en el ambiente capitalino conformado por la explosión iconográfica empezada casi medio siglo antes y que ya está inmerso en la multiplicidad de objetos de consumo estético. Es un pintor feliz que vende imágenes de todo tipo a precios bajos y necesita producir con profusión. Utiliza los tonos pastel para suavizar los perfiles geométricos art déco en las escenas eróticas y los retratos de su amada escandinava, y de vez en cuando se permite un nocturno fauvista, como en el óleo Le Moulin Rouge (1925). Podemos deducir, por sus actividades, el trato de la prensa y sus viajes que, aunque no procedieran exclusivamente del arte, sus ingresos no fueron escasos.

En 1934, de nuevo en Torrelavega, declara que está convencido de que Europa se dirige al desastre y que se ha planteado hacerse una casa rural y emprender con su compañera una vida lo más cercana posible a la autosuficiencia. En 1935, una nota informa de que se ha instalado en sus posesiones de Zurita.

El rastro cántabro se pierde poco antes del golpe de estado de 1936. Quizá permaneció en Francia durante la guerra y, después, ya a la vista del caos anunciado en Europa, volvió a instalarse en España. Pero en la postguerra europea reaparece difundiendo sus inventos desde su estudio de la calle Antoine Bourdelle y también recibiendo a sus parientes franceses en el País Vasco español. Su último cuadro conocido es un Pierrot con guitarra de 1959; la última patente es de 1963.

Es difícil imaginar a Marta y Luzyarte parando sus alegres movimientos para prestarse a un retrato convencional. Su baile fluye en una biografía inquieta de detalles evanescentes. Tal vez con esa percepción baste y lo demás sea supérfluo: la época en que brillaron les dio poder revelador a los bocetos.

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Notas

Notas
1 Agradezco a Katyveline Ruiz las informaciones y la autorización para utilizar el material de su sitio web. Una muestra de su obra escultórica puede verse en este enlace.
2 Aunque sea una interpretación sin pruebas, ambas afirmaciones parecen referirse a una pertenencia adoptada por haber pasado su juventud en Torrelavega. En todo caso, es este un aspecto que requiere más investigaciones.
3 Demolida en febrero de 1936. Del patrimonio que contenía, sólo consta el paradero de las tumbas de los Señores de la Vega, trasladadas a la Iglesia de la Anunciación primero y a la de la Virgen Grande después. La estampa que se muestra en la galería de imágenes parece haber sido elaborada por el propio autor

Santander 1913: Polizones

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La noche del viernes 31 de octubre de 1913, a pesar de la surada, hubo en la bahía de Santander mucho movimiento de pequeñas embarcaciones cuyos trayectos, fingidamente erráticos, convergían en un trasatlántico fondeado a la entrada del puerto. Se llamaba Pardo, desplazaba 4538 toneladas, alcanzaba los 12 nudos y tenía dos cubiertas y una disposición peculiar del castillo de proa y el entrepuente. Había sido construido en 1904 en los astilleros de Belfast por Harlam & Wolff para la Royal Mail Steam Packet Co. (conocida por los hispanohablantes como la Mala Real Inglesa) y formaba parte, con el Potaro y el Paraná, de un trío dedicado a llenar sus grandes bodegas refrigeradas con carne argentina, descargarlas en Gran Bretaña y habilitarlas para llevar a Sudamérica cientos de emigrantes de España y Portugal a 200 pesetas el billete de tercera.

El Pardo tenía fijada la partida para la mañana siguiente. Durante el día, se habían sucedido las idas y venidas de las lanchas de la naviera para trasladar provisiones y viajeros. A éstos se sumaron, con permiso o no de los tripulantes, familiares y amigos empeñados en prolongar las despedidas. Pero, cuando el anochecer y la firmeza de los oficiales impusieron la calma en cubierta y los carabineros expulsaron a los últimos borrachos de los muelles, empezaron los merodeos de los botes furtivos buscando oportunidades de embarcar polizones.

El puerto, entonces, estaba integrado en la ciudad en todos los sentidos, que eran muchos. Junto a la impostada normalidad, las proclamas reglamentarias y la ceremoniosa circunspección de los representantes de los poderes y burocracias subsidiarias del comercio, la pesca, el cabotaje y los grandes cargos, el panorama cotidiano -y aún más cuando las veletas dudaban en la oscuridad si rolar al noroeste- mostraba sin tapujos un flujo constante de movimientos informales, abigarradas actividades gremiales e individuales a veces violentas, generalmente ilegales o turbias y, sin embargo, tan fieles a las mareas y navegaciones como los oficios mejor considerados. Además, la integración social y laboral y la estructura urbana (entonces las dársenas no estaban cercadas) hacían de las ciudades portuarias fronteras imprecisas donde la pobreza forzaba ciclos de quieta supervivencia y actos disparatados. Los grandes negocios, por supuesto, se dirimían en otros sitios. En Santander, no demasiado lejos, en el paseo de Pereda, antes simplemente la Ribera, los consignatarios y banqueros tenían miradores para contemplar su obra, lo mismo los grandes paquebotes que los elegantes veleros y las ruidosas carboneras, sin dejar de quejarse de la pesca, el bullicio y el hollín al rematar las jornadas en El Sardinero.

Como en la mar mandan las corrientes, y no habría historia en Costaguana sin la encerrona nublada de su ensenada, antes de planear sobre el movimiento de la bahía, hay que indicar que las anclas del Pardo, fondeado a la entrada del puerto, habían garreado por efecto del viento y lo habían acercado a los muelles. Eso facilitaba las cosas a los que apostaban por la emigración clandestina.

Se ignora cuántos polizones intentaron embarcar aquella noche y, de ellos, cuántos lo lograron y cuántos fracasaron. Quizá se averiguara qué fue de los primeros si se rastreasen los censos de conventillos y vecindades de Latinoamérica; pero en cuanto a los segundos, los frustrados, aunque la mayoría debió de volver sin problemas, es imposible poner número a los que perecieron o consiguieron salvarse a duras penas tras zozobrar sus botes, manejados muchos por manos inexpertas. Sabemos, eso sí, que al menos dos fueron descubiertos por la tripulación ocultos en el buque y un tercero fue rescatado del agua cuando estaba a punto de ahogarse. Este, de ambigua posición, es el que nos interesa.

Se llamaba Manuel Toca Torre, alias Chispero, de 26 años, vecino de la cuesta de Gibaja, y les dijo a sus salvadores, un oficial y un marinero ingleses y un camarero español duchos en lanzar salvavidas, que había subido al barco por un cabo para despedirse de unos emigrantes y se había caído a la bahía cuando el bote que lo había llevado ya estaba lejos. No era buen nadador. Se vio mal y pidió socorro. Le proporcionaron mantas y lo convidaron a coñac.

Al amanecer, la lancha de la Comandancia de Marina se llevó a los polizones descubiertos. Unos años antes hubieran pasado un tiempo en los calabozos municipales por encargo de la Autoridad Naval, pero la abundancia de casos había suavizado el tratamiento de un problema irresoluble. Al fin y al cabo, por mucho que se molestasen las navieras, la opinión pública estaba a favor de los emigrantes: hacer las Américas era un deseo legítimo.

En julio de 1891, por ejemplo, estaban presos 28 polizones. Como las resoluciones se demoraban, un concejal pidió que se enviara a sus lugares de origen a los foráneos y se buscara una solución para los locales. Poco después, se solicitó a Gobernación que se diese a los detenidos de este tipo la libertad a cambio de trabajar en obras municipales. Más tarde, se empezó a resolver el asunto con una simple multa que pocas veces se cobraba.

Manuel “Chispero” Toca tenía antecedentes. Con sólo 15 años, había estado envuelto en una pelea en un bar de Cueto. Por esa misma época había recibido un disparo sin consecuencias graves mientras él y otros chicos jugaban con una pistola en la dársena de Molnedo. El arma nunca fue encontrada. También había sido denunciado y sancionado varias veces por agresión, intento de robo, escándalo y hurto; sin embargo, siempre se libró de condenas mayores. Además, le gustaban las fiestas desaforadas: ya en los años 30, tendría que indemnizar a dos vigilantes portuarios por romperles los capotes durante una borrachera en colaboración con Elingin Leongarden, noruego, de 25 años, soltero, marinero, tripulante del vapor Homledal, y Georg Asklund, sueco, de igual edad, tripulante del vapor Willian. Ese carácter internacionalista de Toca en los albores de la República concuerda -por lo menos desde la ironía- con su costumbre de manifestar ideas antimonárquicas: en más de una ocasión, estando en apuros, había buscado en vano la ayuda de un concejal del Directorio Republicano.

El abordaje del Pardo no hubiera pasado de un suelto en la prensa si, diez días después, no hubiera aparecido en la bahía el cadáver de un hombre que fue identificado como Manuel Collado Arroyo, alias Manoliqui, de 25 años, casado y con tres hijos, de oficio botero y conocido por dedicarse, entre otras cosas, a embarcar polizones en los trasatlánticos. Collado faltaba de su casa desde el día 31. Su esposa había llegado a sospechar que estaba camino de la Argentina. Los forenses dictaminaron que había muerto ahogado.

Entonces habló con los periodistas Benigno Verdeja Valle, de 18 años, que afirmó haber visto al difunto a las 12 de la noche en la dársena acompañado por dos individuos a los que se disponía a embarcar en el vapor inglés. Benigno les había ayudado a abordar y soltar el bote de Manuel Martín, el Andaluz, que no se hallaba presente. Oyó que a uno de ellos lo llamaban Chispero. La policía empezó a investigar cuando la prensa decidió que la noticia lo era de portada. El conservador La Atalaya bramaba especialmente contra las prácticas del hampa portuaria y ponía el punto de mira en gente sin remedio, decía, como Toca.

El Andaluz informó de que el bote le había sido sustraído la noche de autos y que, varios días después, lo había encontrado intacto, amarrado (por la forma, durante la bajamar) en el muelle de Maliaño, en la machina de hierro del ferrocarril cantábrico.

Interrogado Chispero, afirmó que Collado lo había llevado al Pardo, que no había un tercer hombre, que había caído del buque cuando ya estaba en él y que el botero se había ido sin saberlo.

Así estaban las cosas cuando, dos días después, el 13 de noviembre, apareció otro cadáver.

Servando Neira Rey, de 20 años, era un gallego de Barcarizo, huérfano y con cinco hermanos menores acogidos en un asilo. Hasta hacía pocos meses, residía en Hazas de Cesto ejerciendo labores diversas, incluida la de músico en una banda ambulante. Se había establecido en Santander cuando el industrial afilador de la calle Atarazanas Antonio Camba y su esposa, Carmen Formosa, también gallegos, lo habían empleado por dos reales diarios, manutención y lavado de ropa.

En la chaqueta del traje negro barato que vestía, llevaba Neira un reloj de acero, una carta y una fotografía.

El reloj estaba parado a las 11 y 5 cuando lo encontraron. Más tarde, en el juzgado, un amanuense vio que señalaba las 11 y 20 e hizo constar que, no habiéndosele acabado la cuerda, había vuelto a andar espontáneamente pese a haberse llenado de agua.

La carta era la que los Camba habían enviado a Servando para invitarlo a trabajar con ellos hasta ahorrar lo suficiente para irse todos a Buenos Aires.

La fotografía era de una joven con falda oscura y blusa clara, llevaba el sello de Quintana, calle San Francisco, y supuso una pesquisa circular. Los Camba tenían entendido que Servando tenía una novia, para ellos desconocida, en la cuesta de la Atalaya. El fotógrafo recordó que tenía varias clientas en la zona, entre las costureras del taller de Manuela Varela. La chica resultó ser la hija de los Camba, Josefa.

No se registran consecuencias familiares del descubrimiento. Interrogada Josefa, dijo que su relación con Servando era trivial, inocente. No comentó la foto. Pensaba que el joven se había ido a América y propuso que le preguntasen a su tío Manuel Formosa, que siempre andaba con él.

Formosa, figurante desabrido en la barra de un figón, negó conocer a Servando y la prensa desató contra él una andanada racista: fue tachado de gallego ladino y receloso. Parece que nadie volvió a molestarlo.

El inspector jefe de vigilancia, don Fernando Alcón (sic) tomó cartas en el asunto. La prensa progresista le había afeado alguna vez la aplicación de correctivos humillantes a los detenidos. En concreto, los obligaba a permanecer de rodillas en la prevención. Era más dado a las conferencias de clubes y casino, actos sociales de beneficencia, taurinos y, por supuesto, oficiales, pero, ante la situación mediática, hay indicios de que podemos imaginarlo subiendo, escoltado por un par de guardias uniformados para disuadir a los demasiado curiosos, al segundo piso del número 3 de la calle Tableros, donde doña Rosalía regentaba la fonda en la que trabajaba Chispero como mozo de estación.

Chispero, en el cuarto más discreto, con cara de viejo conocido de la policía, pero no sin temor, afirmó que la noche del 31 de octubre había ido con Manoliqui -y nadie más- al Pardo para despedir a unos conocidos y se había caído del bote. No explicó la diferencia con la primera versión, según la cual había caído del buque cuando ya estaba en él.

La dueña de la fonda también habló. No creía que Toca hubiera querido emigrar. Pensaba que, en efecto, fue a despedir a unos emigrantes que había estado alojados en el establecimiento y no le parecía inverosímil que lo hiciera a las once de la noche y subiendo por la cadena del ancla, por una maroma o como fuera.

Puede que por la intervención directa del jefe de policía (que, no obstante, enseguida se apartó de los focos, quizá evidenciando que allí quedaba poco tema) y la agitación de los medios, encabezada por el conservador La Atalaya (que apuntaba sin dudarlo a un hecho criminal) y el liberal El Cántábrico (que situaba el caso en la categoría de accidentes habituales e inevitables), la lista de testimonios publicados aumentó y, con ella, las contradicciones.

Algunos declarantes rectificaron lo que habían dicho antes o añadieron datos omitidos. Así, Carmen Formosa informó de una conversación que Servando había mantenido con Chispero para que este le organizara el embarque por nueve duros con Manoliqui como tripulante. Confirmaba, pues, que Chispero era un embarcador de polizones profesional. Sin embargo, 45 pesetas era un precio excesivo.

Se sucedieron también los testimonios de los boteros de los muelles; sin duda, eran los trabajadores del margen mejor informados, pero también poco proclives a ser sinceros con las autoridades, aunque, desde lecturas menos inquisitoriales, su hábiles fabulaciones no se privaban de un lúdico trasfondo de resistencia naturalista a los voceros oficiales.

La idea fuerza -por utilizar la terminología militante de la época- mantenía que la noche del 31 de octubre, como muchas otras veces (¿se esperaban las noches de abordaje migratorio con la resignación que los atuneros esperaban las virazones que devoraban las barquías?), un número indeterminado de polizones habían desaparecido sin que hubiera manera de saber si habían embarcado en el Pardo o seguido la suerte de Manoliqui y Neira. Varias familias esperaban noticias de sus parientes y preguntaban discretamente a marineros y pescadores. Eran probables más devoluciones de la mar. El destino de algunos se conocería con los años. Otros quedarían para la duda, la intuición o el medio luto. Quizá algunos no tardarían en volver por tierra si eran descubiertos todavía en aguas españolas. Lo importante era permanecer oculto hasta pasar de Finisterre.

Un tal Santoña corroboró que, por el garreo debido al sur, el Pardo estaba muy cerca del malecón del Muelle, y añadió que los que estaban por allí habían oído voces de auxilio .

Otro, Brinza, sostuvo que Manoliqui, Toca y/o Neira no habían embarcado en el bote del Andaluz. Es más: él había ido con Chispero al Pardo por la tarde en el vaporcillo de la Compañía y había visto allí a Manoliqui. ¿Preparaban el escondite para ir por la noche? Según él, los que hurtaron el bote fueron los miembros de una cuadrilla de torerillos vagabundos liderados por un tal Pedro González. Pero, ante el gran tráfico de polizones y la marejadilla, empezaron a recular y, cuando oyeron gritos, desistieron y amarraron el bote. Pero, entonces, ¿dónde habían embarcado los otros? Pues en la chalupa del buque Cantabria, que fue encontrada al garete y volcada en Astillero.

Otra hipótesis: lo torerillos habían tomado la chalana y, cerca del Prado, encontraron el bote del Andaluz abandonado y saltaron a a él. Al aspirante a novillero Pedro González, de 16 años, no fue posible encontrarlo. Había sido aprendiz de ebanista antes de que le diera por querer emigrar. El día antes de los hechos, su padre lo había sacado de un vapor, pero no sabía si había vuelto a intentarlo.

Benigno Verdejo mantuvo su versión, incluido el color del traje del tercer viajero: era blanco. El de Servando Neira era negro. Cuando se lo indicaron, Verdeja apuntó la posibilidad de dos viajes: Collado, Chispero y otro desconocido en el bote del Andaluz; Collado y Neira, después, en otro bote.

Nuevos hallazgos confirmaron la profusión de polizones. La chalupa de seis plazas de la sociedad de lanchillas automóviles, desaparecida, fue encontrada a la mañana siguiente cerca del lazareto de Pedrosa. En algunos botes de Puerto Chico, con señales de haber sido usados y devueltos, había tablas arrancadas de otros botes cercanos para ser usadas en lugar de los remos que sus dueños habían retirado por precaución.

Aunque no había acusación formal, Manuel Toca Chispero compareció ante el juez el 15 de noviembre. Dijo que el 27 de octubre, en la bolera de Numancia, Manuel Collado Manoliqui se había comprometió a embarcarlo para América por pura amistad, sin precio alguno. Que se habían dado citada para el día 30 en Puertochico a las 10:30 de la noche. Que Collado había acudido a la cita acompañado por Servando Neira y un amigo de éste, el cual había quedado en tierra tras ayudar a embarcar a los demás.

-Mala noche -dijo Toca-. Disforme. Soplaba el sur y la mar estaba muy picada. Llegamos al castillo de proa y subí el primero porque tengo experiencia como polizón. He ido a Veracruz y a Buenos Aires. Subí al vapor por un cabo y corrí hacia el puente para esconderme dentro de un bote de socorro. Estaba aflojando la lona del bote cuando perdí el equilibrio y caí a la mar. No sé nada más.

Negó ser un embarcador, apalabrar con los botes los polizones, regir el negocio desde una “oficina” instalada en un rincón de una taberna de la calle Arrabal cuya dueña hacía de depositaria del pago de los polizones, que podían recuperarlo, salvo una comisión, si el abordaje fracasaba. El juez lo dejó libre sin cargos.

La Atalaya lamentó que Chispero no fuera procesado y que lo celebrara, precisamente, en el burdel que frecuentaba en la calle Arrabal, encima de la taberna mencionada.

Examinando declaraciones, datos paralelos y rumores coincidentes, se puede aventurar un recorrido previo a la noche triste.

Comienza en el baile del ‘Ideal Panorama’, donde Manoliqui y un tal Vizcainuco llegaron por la tarde con dos amigas. Después se dirigieron todos al cine Narbón (echaban “La herencia de Cabestán”, recomendada como “de alto valor moral”), pero por el camino encontraron a Chispero, que le pidió a Collado que lo acompañara a embarcar a alguien, tal vez Servando. Manoliqui confió su entrada a una de las chicas para que la depositara en la taquilla hasta su vuelta.

Se les vio dirigirse hacia Atarazanas. Luego, siendo ya tres, estuvieron bebiendo en el establecimiento de la viuda de Francisco Díaz, en Puertochico. Salieron camino de los amarres. Poco después, un desconocido llegó al bar con la zamarra de Collado y pidió de parte de éste que se la guardasen. Le estorbaba para el trajín del bote. Era una noche de viento tibio, revuelto, que alteraba las mentes y aligeraba las anclas.

En defensa de una pasarela

Tejados de Santander - RPLl

Ahora que se va a transformar el edificio histórico del banco de Santander en centro de arte y ocio, creo que es buen momento para insistir en que los que tienen poder de decisión sobre esas cosas deberían retomar la idea de construir una pasarela elevada sobre los Jardines de Pereda que conecte el Centro Botín con la terraza de la antigua sede de la entidad. Incluso se podría prolongar hasta la nueva sede, situada en la que lo fue del Banco Mercantil, en Hernán Cortés, y afianzar los lazos conceptuales y anulares de los planes de la Fase Superior de Compartimentación Urbana.

Ese diseño audaz de un camino amplio y flotante (acorde con los tiempos ‘ukiyo’ que corren pese a los anuncios de nueva recesión), además de añadir un atractivo espectacular para el turismo y reforzar la humilde y humillada terraza del edificio de Piano (mirador de metal y cerámica en rápida decadencia), le aportaría a la ciudad una visión de sí misma más distante y onírica, y la ayudaría a reafirmarse en el ensimismamiento sin lamentar el vacío de ideas y habitantes en el que sabe progresar y despersonalizarse desde hace años.

Propuesta de pasarela

Olas de estío

Esos atuendos serán disfraces cuando las motos acrobáticas sobrevuelen el dique de Gamazo

Man Ray. Paseo marítimo (1912).

Es la misma mar desde julio de 1847, cuando cambiaron oficialmente la manera de mirarla, el uso de las olas y el orden de los versos.

Anuncio de los baños de ola de Santander en La Gaceta de Madrid. 1847

El doctor Casallena sale del casino a punto de abandonar el hedonismo siguiendo el ritual perediano mientras, por un cronocapricho, no lejos de allí, en Piquío, ante otro mediodía, hora extraña para ese acto, una manicura de rara belleza se pega un tiro con el revólver de su amante. La síntesis entre el espejo con vaho matinal del amor romántico y la vana esperanza de encontrar un novio que la librase de la lima de uñas la condujo a lo que la prensa, conciliadora, omitiendo las artes del señorito de buena familia, llamará un malentendido casi fatal. Sobrevivirá para seguir viaje.

Que nadie se suelte de la maroma, señor, señora, y, si lo hace, que se aferre al bañero como si fuera el último en alquiler del verano. Las casetas rodantes están dotadas de toallas, esponjas, juguetes de coral, perfumes y cepillos para el pelo. Algunas tienen toldo y doble fondo. Las farmacias abren todo el día y las campanillas de las puertas no paran de sonar. La oferta incluye pastillas de opiáceos mentoladas y vinos quinados y cocainados.

Hay que paliar como sea los trajes de baño de lana. La lana es enemiga de la lujuria y forma con el agua y la arena una coraza pesada que lastra la libido; desazona, pero no calma el deseo. Se huye del sol casi tanto como se le buscará en el futuro, cuando la tecnología del ungüento se esfuerce para librar al bronce de la radiación. Las jóvenes suspiran bajo el valle inquietante del cielo arrugado de bochorno. Los futuros maridos posan en la baranda planeando la incursión nocturna en el burdel del Arrabal, el café Brillante o la chirlata de Puerta la Sierra. Ellas consienten porque el contrato familiar les impide saber que sus atuendos serán disfraces cuando las motos acrobáticas sobrevuelen el dique de Gamazo.

Se festejan los baños de ola para consagrar como tipismo un clasismo sin sombras plebeyas. José María de Pereda, reaccionario sincero, cuenta en ‘Tipos y paisajes’ que, mientras en el escenario se multiplican las apariencias, la plebe bulle en pelotas tras la cuarta pared de los arenales; y también, en ‘Nubes de estío’, relata los encuentros en las altas trastiendas para tratar de negocios que siguen siendo, como la mar imaginada, los mismos:

… dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.

-¿Otra tajadita más? -exclamó un oyente. (…)

-No es el caso el mismo -repuso el gran proyectista,- puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.

-Pues por mí -dijo el otro,- que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!…

-(…) Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!

-¡Vaya si sabemos eso! (…) Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena… ni tampoco una gota de agua.

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